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Opinión 1 de junio de 2021

Escribe: Salomón Lerner Febres (*)

Encaramos una difícil encrucijada para la cual no existe una salida deseable ni tranquilizadora. Cualquiera sea el resultado de las elecciones de este 6 de junio, el país seguirá experimentando una incertidumbre igual o, acaso, más aguda que la de los últimos cinco años.

No es exacto, en efecto, decir que vamos a ingresar en un periodo de zozobra institucional, pues es eso, exactamente, lo que hemos vivido en los últimos cinco años. Dos presidentes destituidos por el Congreso y un golpe de Estado orquestado por una facción legislativa, además de numerosos políticos, incluso expresidentes, investigados y encarcelados por corrupción, dan una medida de esa crisis. A ella se suman sucesivos intentos por derribar el esfuerzo judicial de lucha contra la corrupción, el descubrimiento de prácticas delictivas organizadas en los más altos niveles del sistema de justicia, y variadas tentativas por someter o capturar instituciones como el Tribunal Constitucional.

Es inevitable, por ello, ver el periodo que se abre como una continuidad antes que como un punto de quiebre. Los actuales candidatos presidenciales representan una amenaza a los derechos fundamentales, al equilibrio constitucional y a una gobernabilidad orientada al bien público; pero hay que reconocer, también, que esto es una derivación –quizás, en todo caso, una exacerbación- del camino andado en los últimos veinte años.

Esta crisis puede ser rastreada hasta el momento de la transición democrática que se abrió con este siglo. Decisiones no tomadas, reformas no realizadas, lecciones no aprendidas, hicieron posible una rápida demolición del espíritu cívico y democrático que inspiró ese momento de cambio. Hay que sumarle el efecto sin duda desmoralizador que ha tenido el obsceno espectáculo de corrupción, incompetencia o simple frivolidad ofrecido por varios de los líderes de entonces.

«Los próximos cinco años seguirán siendo de dura prueba para la sociedad civil, y que esta se seguirá teniendo un papel crucial e irrenunciable en la defensa de la democracia y de las posibilidades de bienestar para todos.»

Por ello es preciso tomar la medida de la crisis con una mirada de alcance histórico. Será imprescindible recordar que el sentido más amplio de esa transición era desmontar los mecanismos del autoritarismo fujimorista, pero también los factores que hicieron posible la caída de la sociedad peruana en esa poza de corrupción y cinismo. Y también era obligatorio, obviamente, hacer nuestras cuentas con el pasado de violencia, responder a los derechos de las víctimas del conflicto armado interno, y, tal como lo recomendó la Comisión de la Verdad y Reconciliación, emprender una diversidad de reformas. Estas no solo se referían a las instituciones directamente involucradas con las violaciones de derechos humanos, sino también a cambios profundos en el sistema educativo e incluso, más ampliamente, a construir una presencia efectiva y democrática del Estado en todo el territorio. Ello significaría garantizar derechos, impulsar políticas de equidad, promover la recomposición del tejido político del país bajo un signo democrático, lo cual debería inmunizarnos contra las prédicas totalitarias de la violencia y contra el abuso del poder político contra la ciudadanía.

Lo que hoy enfrentamos –estos cinco años fallidos y las sombrías perspectivas que ofrece el 6 de junio—tiene, como es obvio, factores y, aún, responsables concretos, pero también se inscribe dentro de una negligencia colectiva, institucional, política, de proyección histórica. El país salió de la violencia, de la intolerancia, del fanatismo, del autoritarismo, de la corrupción, del desprecio a la vida, pero no se tomó el trabajo de desmontar las causas de todo aquello. Se negó a la autocrítica. Con el paso de los años, todo ello siguió fermentándose, y regresó transformado, bajo el aspecto de una profunda corrosión moral de la vida política. Y esta, envuelta en corrupción, en improvisación, en fragilidad institucional, se manifiesta hoy en propuestas autoritarias, regresivas, hostiles hacia los derechos fundamentales. Son, por lo demás, propuestas muy minoritarias –las dos combinadas no conquistaron el apoyo del 25 por ciento de la población en la primera vuelta—pero que, por defectos de las reglas de juego vigentes, quedaron colocadas a un paso de la Presidencia.

Frente a ello, a la sociedad peruana le queda como opción el contener, o, en el mejor de los casos, reencauzar temporalmente lo existente, intentando ganar tiempo para, en mejores circunstancias, emprender las reformas tanto tiempo ignoradas. Eso significa que los próximos cinco años seguirán siendo de dura prueba para la sociedad civil, y que esta se seguirá teniendo un papel crucial e irrenunciable en la defensa de la democracia y de las posibilidades de bienestar para todos. La Proclama Ciudadana, con la que hace pocas semanas se ha buscado comprometer a los candidatos a respetar las reglas básicas de la democracia, ha sido un paso meritorio en esa dirección, que tendrá que ser seguido por muchos más en los años que vienen.

(*) Rector emérito de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) /  Presidente emérito del IDEHPUCP