Los recientes videos difundidos en un programa de televisión que muestran a un ex ministro de Justicia anunciando las políticas de conmutación de la pena y negociando el otorgamiento de indultos a prontuariados delincuentes sentenciados por tráfico ilícito de drogas; los vínculos de una ex congresista de la República con el narcotráfico y su probable colaboración con el terrorismo y la inadmisible aplicación de “cuotas” sin mayor criterio racional y moral, entre partidos políticos para la designación de funcionarios que deben ser elegidos en razón de su capacidad y honestidad: todo ello constituye solo la muestra de condenables prácticas que socavan, poco a poco, pero desde hace ya largo tiempo, las bases de nuestra endeble democracia.
Dichos actos permiten inferir con aparente validez el errado concepto de la política y del ejercicio del poder que asumen algunos de nuestros representantes en el gobierno. En lugar de concebir y vivir la política como Ética social expresada en el ejercicio del buen gobierno y guiando las acciones que deben cumplirse para la vigencia de la Ley y la búsqueda del Bien Común, la política es más bien entendida y ejercida como un medio o instrumento poderoso que, a través de “negociaciones”, se pone al servicio de intereses personales o de grupo sin importar, en lo absoluto, la responsabilidad que los cargos asumidos acarrean y sin respetar asimismo la licitud y transparencia para así evadir el imperio de la justicia e instalarse en el cómodo lugar de la impunidad.
La ausencia de contrapesos democráticos que permitan combatir la deformación de dichas prácticas políticas, sumado ello a la falta de liderazgo por parte de las instituciones del gobierno, allana el camino para que la corrupción se constituya en un poder omnipresente que poco a poco se afirma y multiplica en la estructura “democrática” de nuestro país. Ello, a su vez, genera en la población una tácita aceptación, muchas veces involuntaria y fruto de la rutina de estos fenómenos al punto que, insensiblemente, se construye una cultura de la corrupción en la que sus tesis centrales se condensan en los famosos dichos: “no importa que robe, pero que haga” y “aquí no pasó nada”.
Para concluir, la actitud de autosuficiencia de algunos parlamentarios y ministros, la búsqueda de parcelas de poder y la falta de liderazgo institucional, solo reafirma la ausencia de correspondencia entre las exigencias de la sociedad y los intereses propios de nuestros, supuestos, representantes. En otras palabras, pone en evidencia la desconexión profunda que existe entre el gobierno y la ciudadanía. Es necesario decirlo una y otra vez: estamos obligados en conciencia todos los peruanos a reflexionar y debatir en torno a lo que somos y a lo que queremos ser. A la luz de lo que la razón y el buen sentido nos muestre, volvamos entonces nuestra mirada a la llamada “clase política” de nuestro país. Creo que, objetivamente, constataremos que esos señores que fungen de políticos en el Perú y que, a tal título, nos gobiernan, se hallan, desgraciadamente, muy alejados –casi en las antípodas diría– de las grandes y nobles causas por las que deben luchar. Así las cosas, debemos preocuparnos sobremanera por los jóvenes: en ellos debemos depositar nuestras esperanzas, a ellos hemos de formarlos para que reinstalen el quehacer político en su terreno más propio que es el de la moral.