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Notas informativas 7 de mayo de 2019

Tras la lectura del fallo contra Pedro Salinas, el arzobispo de Piura, José Antonio Eguren Anselmi, se desistió de la querella por difamación que presentó en agosto de 2018. Lo mismo hizo con la denuncia interpuesta contra Paola Ugaz días después. En ambos casos la acción presentada contra los periodistas obedecía a afirmaciones que relacionarían a monseñor Eguren con personas involucradas en el caso Sodalicio. En el proceso seguido contra Salinas por esta querella, ya se tenía una sentencia condenatoria que, con razón, fue calificada como un atropello a la libertad de expresión. Varios aspectos resultan cuestionables en el fallo, sobre todo si se analiza desde los estándares internacionales en la materia.

Primero, parece no partir por considerar que el derecho a la libertad de expresión protege, como principio, todas las formas de discurso. Es decir, no solamente ideas favorables y bien recibidas, sino también aquellas que puedan resultar críticas o inconvenientes. Esto en atención a principios básicos de todo sistema democrático como la pluralidad de ideas y la tolerancia. Únicamente discursos muy puntuales no están protegidos bajo la libertad de expresión (como la propaganda a la guerra, apología al odio y pornografía infantil). A pesar de que claramente este no era el caso, parece no haberse considerado que se trató de expresiones protegidas por este derecho.

Lo segundo es que ciertos discursos están especialmente protegidos por la importancia que tienen para la democracia y el ejercicio de derechos, como expresiones relativas al Estado, al debate político o a asuntos de interés público. Este último es el supuesto de este caso en tanto trasciende al ámbito particular al involucrar denuncias de abusos contra niños en una congregación religiosa. Que un discurso esté especialmente protegido implica que los jueces que conozcan acciones dirigidas a cuestionarlo deben, de un lado, requerir mayor nivel de tolerancia de la persona a la que se refieren. De otro, si establecen limitaciones a la libertad de expresión frente a otros derechos (como la honra y reputación), deben ser muy rigurosos en optar por la medida menos severa que limite tal libertad. Contrario a ello, en este asunto la jueza limitó el ejercicio (legítimo) de la libertad de expresión con la herramienta más rigurosa: una condena penal (y con agravante).

Eso me conduce a un tercer punto que considero requiere atención: las deficiencias de la norma penal que aplicó la jueza en este caso. La decisión judicial se basó en el artículo 132 del Código Penal según el cual comete difamación “el que, ante varias personas, reunidas o separadas, pero de manera que pueda difundirse la noticia, atribuye a una persona, un hecho, una cualidad o una conducta que pueda perjudicar su honor o reputación”. Específicamente, aplicó el tercer párrafo del artículo 132 que considera penas más graves “si el delito se comete por medio del libro, la prensa u otro medio de comunicación social”.

Esta norma penal resulta problemática a la luz del principio de legalidad que exige utilizar términos estrictos y con un sentido muy preciso. Esto implica, concretamente, una clara definición de cuál es la conducta que sería sancionada, qué elementos componen esa conducta y qué comportamientos no serían sancionables. Estos aspectos no se observan en el artículo 132, que tiene más bien una redacción amplia. Hay sentencias de la Corte Interamericana contra Estados por aplicar una norma penal de difamación contraria al principio de legalidad, como el caso del periodista Eduardo Kimel en Argentina resuelto en 2008.

Más aun, frente a discursos especialmente protegidos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y su Relatoría Especial para la Libertad de Expresión han señalado consistentemente que los Estados tienen un campo más limitado para imponer restricciones a este derecho. Concretamente, han afirmado que la difamación penal no es una restricción válida de la libertad de expresión, sino que debe derogarse la legislación sobre difamación y sustituirse, según sea necesario, por normas civiles. Lo que se busca es evitar el ejercicio abusivo e innecesario del poder punitivo del Estado, y su uso para acallar a la prensa. Ello no quiere decir que no hayan limitaciones a la libertad de expresión, sino que estas se pueden establecer a través de la vía civil en la que se podría obtener, por ejemplo, una indemnización económica o rectificación, mas no la privación de libertad.

Más allá del desistimiento, lo cierto es que el pasado 8 de abril una jueza condenó a un periodista a un año de prisión suspendida, 120 días de trabajo social y el pago de S/.80 mil por reparación civil. Esto debe conducir a revisar las normas penales sobre delitos contra el honor, a la luz de los estándares vigentes, para evitar que otros periodistas o ellos mismos, estén expuestos a situaciones similares.

* Cristina Blanco es responsable de la línea Empresas y Derechos Humanos del Idehpucp. Esta opinión fue publicada en la sección de Opinión de RPP.