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Notas informativas 6 de diciembre de 2022

Farid Kahhat y Clemente Rodríguez. Tiempos violentos. Rusia, Ucrania, China, Estados Unidos y el nuevo desorden mundial. Lima, Crítica, 2022

Sobre la invasión a Ucrania decidida por Putin se habrá escrito ya más de una biblioteca entera. Pero los términos de la controversia son escuetos. Giran alrededor de esta cuestión: si la ampliación de la OTAN hacia el este hizo explicable, o inevitable, la reacción de Putin. Hay un relativo consenso en que así fue. Pero a partir de ahí se abre una nueva cuestión. Para unos esa mecánica conduce a una justificación y, desde ahí, hacia una ceguera voluntaria frente a las atrocidades de la invasión. Farid Kahhat sabe distinguir entre una teoría de las relaciones internacionales y una doctrina de las relaciones internacionales. La primera nos dice por qué los actores hacen lo que hacen. Y en este punto se plantea como relevante la noción de interacción estratégica: la acción de uno de los actores codetermina la acción del otro; una acción adoptada por una potencia para constreñir a una potencia rival puede determinar que esta última haga precisamente lo que se quería impedir. Estamos en el territorio de las profecías autocumplidas. Pero esto es mecánica y dinámica de las relaciones internacionales; es explicación y no justificación, ni mucho menos legitimación. Decir cómo funciona el mundo es distinto de decir cómo debería funcionar o cómo está bien que funcione. Esa confusión entre una teoría y doctrina es, curiosamente, uno de los pozos de inocencia en que muchas veces cae el intérprete realista de la política.

Kahhat examina hasta qué punto la decisión de Putin está codeterminada por las acciones de la OTAN. Esto se refiere a su ampliación hacia el este a pesar de que, como está documentado, se había prometido a la agonizante URSS, bajo Yeltsin, que eso no ocurriría. Se podría pensar que sin ese gesto de la OTAN Putin no habría desarrollado una agenda expansionista. Una prueba de eso sería que no hubo acciones expansionistas de Putin antes de la ampliación de la OTAN. Este es un argumento muy consistente. Pero con parecida consistencia –la de buscar la acción que dispara la reacción– también se podría especular en sentido inverso. ¿Y si al avanzar hacia el este la OTAN buscaba levantar una muralla preventiva ante señales de Putin, que pueden no haber sido gestos expansionistas, pero sí evidencias de una veloz deriva autoritaria ante la cual había que tomar precauciones?

En todo caso, lo cierto es que, aun aceptando ese rol objetivo de la OTAN en el expansionismo ruso, resultan falaces los argumentos con los que Putin arropó su invasión. Farid Kahhat los examina críticamente. El Kremlin alegó un presunto genocidio en la región del Donbás y proclamó como motivación central su intención de “desnazificar” Ucrania. Sin embargo, la intención de apoderarse de Kiev fue evidente desde el inicio. El diario Russia Today ya decía, en los primeros tiempos de la guerra, “Ucrania ha vuelto a Rusia”. Por otro lado, señala Kahhat, la fuerza política que se podría calificar como fascista en Ucrania no llega a obtener ni un 3% de votación y si bien esta tuvo ministerios durante el gobierno de Poroschenko (quien en su momento rechazó el ingreso a la OTAN), los perdió con Zelensky. Más bien fue Putin quien repatrió los restos de Iván Ilyin, “un pensador ruso que respaldó el ascenso de Hitler al poder en 1933 y que reivindicaba para su Rusia natal lo que denominó un ‘fascismo redentor’”.

Lo que hay, en todo caso, son grupos de derecha radical que practican un nacionalismo étnico. Y eso es precisamente lo que enfrenta a extremistas ucranianos y a Putin. Para los ucranianos, el enemigo es Rusia; para los rusos lo sería “el liberalismo decadente que encarnan las potencias occidentales”. Es desde ese nacionalismo que Putin no acepta que Ucrania sea concebida como “un Estado soberano que alberga una auténtica nación”. Rusia y Ucrania, desde la imaginación irredentista de Putin, siempre “fueron un solo pueblo”. Y ahora, supone, esa fracción de ese pueblo unitario está siendo utilizada por Occidente como plataforma de ataque a Rusia.

Este nacionalismo beligerante y con tendencias al aislamiento no es privativo de Rusia. Recorre diversos países de Europa, así como amenazó asentarse en Estados Unidos de la mano de Donal Trump. Su antítesis, aquello que combate, es la interdependencia (la cooperación, el multilateralismo). El nacionalismo ha encontrado un aliado inesperado en en los efectos económicos de la pandemia de Covid-19. Aquí se está generando un círculo vicioso, que Kahhat describe bien. Durante la pandemia se adoptó medidas proteccionistas. Cada país quiso reservar para sí sus recursos, y restringió la exportación de bienes intermedios y de bienes finales. Eso ha conducido, como salida de emergencia, a que algunas economías busquen depender menos de las cadenas de suministro internacional, es decir, a que desarrollen internamente la producción de todos los bienes necesarios para productos clave. Se recorre, así, el camino inverso a la interdependencia exacerbada durante la globalización. Pero este reflujo nacionalista ya fue la respuesta a crisis pasadas y condujo a mayores problemas: la integración vertical de las industrias lleva a que pierdan la eficiencia que surge de la especialización y de las economías de escala. Al final, las pérdidas en eficiencia se traducen en mayores crisis.

Es decir, en el caso de la pandemia de Covid-19, la falta de cooperación y el refugio en la autoprotección nacional impidieron una mejor respuesta –una respuesta global– a la crisis. Pero la lección que se está sacando de ello es justamente la más errada: una mayor insistencia en el nacionalismo económico. Y esto, hay que añadir, vendría motivado doblemente por condiciones económicas y por condicionamientos ideológicos: el nacionalismo conservador ha encontrado su mejor aliado en el nacionalismo económico desatado por la crisis.

No es un factor menor en este escenario el papel de Putin como adalid de la crítica a la globalización. En esta empresa cuenta con el apoyo de amplios sectores de la izquierda mundial. Pero es un apoyo que es una autotraición. Pues el proyecto antiglobal de Putin nada tiene de progresista. Es, desde luego, un proyecto antiliberal, pero de cuño ultraconservador. Sus críticas al multiculturalismo, a los derechos de la población LGBTI y a la apertura a las migraciones lo sitúan en “posiciones cercanas a la derecha radical”. Vladimir Putin busca liderar a los diversos matices del fascismo contemporáneo –Kahhat recuerda los préstamos rusos a la campaña de Marine Le Pen en 2017—y se encuentra hacia la izquierda una clientela inesperada.

Pero, con toda su gravedad, las campañas de conquista de Putin, contrarias a toda norma del derecho internacional, tienen un significado más amplio. Se trata de un desafío al “orden liberal internacional”, que Kahhat describe como “un orden basado en el derecho y las instituciones internacionales”. Se entiende: un orden basado en el multilateralismo, la interdependencia, y, se podría agregar, la autolimitación de las grandes potencias, no necesariamente por fines altruistas sino por razones estratégicas.

Ahora bien, si lo que está en cuestión es dicho orden, Rusia no es el único desafío. El otro es China, que guarda una relación ambivalente con aquél, y en particular con sus instituciones económicas. Kahhat muestra que, en realidad, China, en su fase de capitalismo de estado, ha sido la gran beneficiara de ese orden, representado, por ejemplo, por la Organización Mundial de Comercio (OMC). El paradigma de liberalización comercial y financiera que se instaló en la década de 1980 tenía que favorecer, a la larga, a quien tuviera las mayores ventajas comparativas. (Y habría que calibrar de qué modo y en qué medida una estructura política autoritaria forma parte de esas ventajas). Por esa razón, en los últimos años Estados Unidos ha intentado crear plataformas comerciales internacionales cuyas reglas impidieran el acceso de China. Es el caso del Tratado Integral y Progresivo de Asociación Transpacífico (CPTPP según sus siglas en inglés), impulsado originalmente por Washington, pero del cual Trump retiró a los Estados Unidos en su primer día de gobierno. El acuerdo, no obstante, fue aprobado por los otros once países que participaron en las negociaciones, y ahora China pide su ingreso a ese bloque.

Al considerar la enorme prominencia de China y su gran capacidad de influir en las conductas de sus socios comerciales menores, que abarcan una gran porción del planeta, es inevitable preguntarse si no reside en ella la clave para resolver el conflicto creado por la invasión en Ucrania. Después de todo, Putin cuenta con China como su gran aliada, siquiera pasiva, en este escenario. Y es una alianza que no tiene nada de natural en sí misma si se considera los varios conflictos y divergencias de intereses entre Rusia y China en la época contemporánea. ¿Qué lleva a China a otorgar su apoyo a Rusia en este contexto? ¿Es suficiente decir que se trata de las dos grandes potencias iliberales de nuestro tiempo? Una respuesta más concreta está en la controversia sobre Taiwán y en el ya aludido conflicto comercial con los Estados Unidos.

Pero este conflicto económico, por otro lado, tiene dimensiones e implicancias mucho más amplias que la sola lucha por la balanza comercial. Se trata de una auténtica competencia por la hegemonía. Y una buena manera de auscultar el carácter de esa competencia aquí y ahora es la que ofrece Clemente Rodríguez en “Chips, interdependencia y poder”. Se trata, de parte de Estados Unidos, de impedir o retrasar el acceso de China a la tecnología de chips más sofisticada, todo lo cual empieza por las disputas alrededor de los avances en la tecnología de comunicaciones G5. La didáctica explicación de Rodríguez muestra las diversas restricciones que se impone a China en la cadena transnacional de producción de chips y de desarrollo de las redes de G5. Para el usuario común y corriente esas noticias llegan en la forma de limitaciones a Huawei, pero el trasfondo es, evidentemente, mucho más profundo y dramático. Después de todo, los reveses de Rusia en los campos de Ucrania no se entienden sin el armamento de precisión que Estados Unidos y Europa brindan al país invadido. Esta guerra es, como todas las guerras, una horrenda maraña de sangre, muertes, pueblos arrasados, crímenes de guerra cometidos por soldados de carne y hueso, pero es también una gélida refriega comandada por microchips, esos diminutos procesadores de información cuyos secretos últimos China no controla hoy, y sin los cuales es un coloso ligeramente inseguro.

(*) Asesor en el Idehpucp.