Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 22 de julio de 2014

En el debate suscitado se confunden conceptos, a veces con la intención de presentar intereses privados como si fueran intereses de la sociedad.  Quien ha observado el deterioro de la educación superior en los últimos años debe reconocer que ello está conectado con la conversión de la educación en mercancía, deformándose así el sentido de la educación.

Se acusa a esta ley de ser intervencionista y estatista, crítica que, curiosamente, no solo  proviene de los empresarios del sector sino también de algunos gremios estudiantiles.

Esta curiosa coincidencia se explica porque ambos sectores sienten amenazados sus intereses. Afirman que la nueva ley viola la autonomía universitaria y que hay un interés político por controlar una actividad que debe estar sujeta a la libertad inherente al claustro.

Sin embargo, es visible que esa afirmación posee sentidos diferentes según quiénes la profieren. Los empresarios están preocupados por asegurar un modelo lucrativo y esta nueva ley restringe ese modelo. Bien mirado, su reclamo no es en defensa de la autonomía universitaria, sino de la libertad empresarial, que es un concepto muy distinto. Pretender identificar intereses de negocios con intereses universitarios es un abuso conceptual. Las universidades lucrativas no tienen relación alguna con los movimientos que reclaman pluralidad y democracia, independencia de los poderes políticos, respeto por la disidencia y la razonable confrontación en ámbitos del conocimiento.

Contrariamente a lo que buscan realizar los empresarios educativos, la autonomía no busca proteger la quietud sino la “inquietud” intelectual.

De otro lado, cuando los representantes estudiantiles expresan su temor al intervencionismo que perciben en esta ley, señalan el peligro de que los operadores del gobierno dirijan la marcha de las universidades de tal manera que se censuren ciertas opiniones o se impidan ciertas actividades.

Sobre esta preocupación hay que decir que no se encuentra tal posibilidad en el documento aprobado en el congreso. Por el contrario, los estudiantes de las universidades públicas deberían encontrar en esta ley una oportunidad para exigir mayor calidad en la enseñanza, mejor infraestructura y un manejo más eficiente de los recursos. La norma  les ofrece así una herramienta para exigir sus derechos como estudiantes y como miembros de una comunidad académica ante un tercero que, en nombre de la sociedad, será el responsable de asegurar la calidad del servicio educativo.

Anotemos que la preservación de la autonomía es la preservación de un ambiente académico libre y de calidad. La autonomía no es un fin en sí misma; es un medio para asegurar que la exploración del conocimiento se realice sin barreras y para ello debe haber un ambiente provisto de recursos y de personas altamente comprometidas con el conocimiento.

Ninguna ley por sí misma produce cambios. Son las personas las que la ejecutan, las que logran los efectos positivos de una norma. Confiemos en que las comunidades universitarias se hallen a la altura de este desafío.