Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 9 de marzo de 2018

Es penoso que el país haya estado durante semanas pendiente del interrogatorio a Jorge Barata por parte de fiscales peruanos. Pero ese enorme interés era inevitable. El ejecutor de las operaciones sucias de la empresa Odebrecht en el Perú tenía mucha información que compartir para aclarar la extrema corrupción de la política nacional. Y, sin duda, aún tiene más información que ofrecer sobre el financiamiento clandestino de campañas –fenómeno que involucraría el delito de lavado de activos— y sobre la práctica de sobornos por adjudicación de obras. Y aunque sus declaraciones no pueden constituir, por sí mismas, prueba suficiente, tienen una gran relevancia.

Más allá de sus implicancias para una investigación judicial, las declaraciones de Jorge Barata nos confirman en lo ya sabido, pero no suficientemente tamizado por la reflexión crítica: la extrema degradación moral del sistema político peruano, un sistema que permite, si es que no alienta, que se encaramen a la cúspide del poder personajes y agrupaciones completamente ajenas a cualquier noción de sentido público o incluso de honorabilidad.

Lo señalado puede ser considerado al menos desde tres puntos de vista, todos de urgente atención. Uno de ellos se refiere a las razones por las que un sistema político genera o alienta la corrupción al más alto nivel. El fenómeno tiene una incidencia tal y se expresa en estratos de autoridad tan elevados que cabe calificarlo de sistémico.

Todavía hace falta explicar claramente de qué manera nuestras reglas electorales y nuestras normas sobre organizaciones políticas producen estos resultados. Es descaminado pretender trasladar la responsabilidad a los electores que votaron por tal o cual candidato. Pues, salvo en casos excepcionales, los electores peruanos estamos obligados a votar por los candidatos que el sistema segrega, y hemos tenido que elegir candidatos de credenciales dudosas con tal de evitar el triunfo de una opción corrupta y además autoritaria.

Otra dimensión, no sistémica, es la de índole moral. Es aquí donde cabe hablar de un problema de valores, lo que a su vez se relaciona con la pérdida del sentido de servicio público, así como también con la entronización de un esquema mental centrado en la satisfacción del interés egoísta por encima de cualquier otra consideración.

Finalmente, no cabe negar que si bien el modelo de libre mercado ha traído evidentes beneficios al país, al mismo tiempo, por la debilidad institucional, pero también por intenciones dolosas, ha dado lugar a un esquema de negocios bastante turbio: se ha asentado la idea de que, para que el mercado funcione, el Estado debe abandonar la defensa del interés público, y se ha generado una capa de gestores de negocios privados con grandes facilidades para subordinar el bien público al interés particular de las grandes empresas.

El caso de corrupción que vemos ahora tiene, desde luego, grandes responsables que deben ser sometidos a la justicia. Pero también contiene una lección histórica que nos estamos negando a atender, llevados por el escándalo y las banderías políticas.