Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 1 de julio de 2016

Primero, se alcanzó su aprobación después de casi tres décadas desde que, en 1989, la Organización afirmó su voluntad de contar con un instrumento específico que reconozca los derechos de los pueblos indígenas en la región. Si bien en 1997 ya se contaba con un proyecto de Declaración elaborado por la Comision Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), permaneció en negociación por largos 17 años, en los que por momentos parecía escasa la voluntad política para que viera la luz.

Segundo, se logró aprobar por unanimidad a pesar de los varios aspectos sobre los cuales no hubo consenso durante años. Solo quedaron notas a pie de página de algunos países como Brasil, que se reservó el derecho de hacer una “revisión integral” del texto. Estados Unidos y Canadá también presentaron notas reiterando que preferían continuar apoyando la implementación de la Declaración de Naciones Unidas sobre Pueblos Indígenas. Por su parte, Colombia se apartó del consenso en tres disposiciones, referidas al derecho a la consulta previa y al desarrollo de actividades militares en tierras y territorios indígenas.

Tercero, la Declaración reafirma el derecho a la libre determinación de los pueblos indígenas y, de ese modo, ayuda a consolidar en el continente este principio que marca hoy el relacionamiento entre el Estado y estas colectividades. Además, contiene un amplio abanico de derechos humanos y derechos colectivos en ámbitos relativos a su identidad e integridad cultural, derechos organizativos y políticos, derechos sociales y económicos, y de propiedad. Destacan en particular aquellos que representan un avance con relación a la Declaración de la ONU sobre Derechos de los Pueblos indígenas del 2007, como la disposición específica sobre igualdad de género (artículo VII), la relativa al reconocimiento pleno de la personalidad jurídica (artículo IX), la protección de distintas concepción de familia indígena (artículo XVII), entre otros.

Pero hay también razones que han dejado un sinsabor del proceso y su resultado. Una de ellas es la reducida participación de las organizaciones indígenas. (adderall) Aunque desde abril de 2001 pasó a ser un elemento central del proceso, la participación de representantes indígenas ha sido muy limitada, incluso en momentos clave. Se conformó un «cónclave indígena” compuesto por cuatro delegados, dos representantes del hemisferio sur y dos del hemisferio norte. También participaron como observadores otras delegados indígenas –en su mayoría de Canadá y Estados Unidos, y tres del resto del continente- que se expresaban a través el cónclave[1]. Con la amplísima diversidad de pueblos originarios en nuestro continente, resulta poco representativo e insuficiente para reflejar las diferencias existentes en problemáticas y agendas propias.

En términos sustantivos, si bien el balance general es positivo, hay disposiciones que arrojan insatisfacción y en algunos casos la Declaración aprobada es menos protectora que instrumentos anteriores, como la Declaración de la ONU de 2007. Los ejemplos más claros parecen ser el artículo XIX inciso 3, y el artículo XXV inciso 5. El primero establece que los pueblos indígenas tienen “derecho de ser protegidos contra la introducción, abandono, dispersión, tránsito, uso indiscriminado o depósito de cualquier material peligroso que pueda afectar negativamente a las comunidades, tierras, territorios y recursos indígenas”. Utiliza así un lenguaje más vago que el artículo 29.2 de la Declaración de Naciones Unidas que exige para ello “su consentimiento libre, previo e informado”. El segundo ejemplo se refiere al reconocimiento legal de sus tierras, territorios y recursos, cuestión fundamental. El artículo XXV de la Declaración Americana dispone que el reconocimiento se haga “de acuerdo con el ordenamiento jurídico de cada Estado y los instrumentos internacionales pertinentes”. Deja con ello a discreción de la normativa interna un asunto que, como han afirmado reiteradamente la Corte Interamericana y la CIDH, debe hacerse siguiendo las normas consuetudinarias de cada pueblo.

Vale recordar que, salvo por Estados Unidos y Canadá, todos los Estados de la región votaron a favor de la Declaración de la ONU sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas en 2007[2], y quince son Estados parte del Convenio 169 de la OIT. Además, el sistema interamericano de derechos humanos tiene un largo camino recorrido en materia de derechos de pueblos indígenas y cuenta con sólidos estándares elaborados por la CIDH y la Corte Interamericana. Estos instrumentos han servido en las últimas décadas como herramientas importantes para que organizaciones indígenas impulsen y alcancen avances en materia de reconocimiento y protección de sus derechos.

En este escenario, la Declaración Americana debe ser entendida como un instrumento que no puede sino fortalecer y complementar lo ya avanzado. Para aquellos casos en que existan disposiciones más favorables, deben ser preferidas con base en el principio pro personae. Es sin duda positivo contar finalmente con un instrumento que plasme el consenso regional y compromiso político al más alto nivel sobre derechos de los pueblos indígenas. Pero no será más que un compromiso retórico si no va acompañada de medidas que traduzcan el discurso en acciones concretas y sirva para apuntalar procesos internos de reconocimiento y vigencia de derechos aun pendientes. Es ahí que podemos hablar de deudas saldadas.

Escribe: Cristina Blanco, coordinadora académica y de investigaciones del IDEHPUCP


[2] Si bien Colombia se abstuvo durante la votación, expresó luego su apoyo a la Declaración.