Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 14 de septiembre de 2018

Son múltiples las señales de conductas suyas que resultan por lo menos antiéticas. No faltan, tampoco, los indicios de que su presencia en tal alto cargo pone en peligro la imparcialidad de esa institución. A pesar de ello, el Fiscal se aferra al puesto y contribuye, así, a un mayor desprestigio del Ministerio Público.

Hay que tener presente, por cierto, que si el actual Fiscal puede mantenerse en el cargo ello es por la connivencia de una mayoría de fiscales supremos que lo apoyan. Se impone, pues, una reflexión sobre las maneras en que puede llegar a constituirse un poder de connotaciones tan cuestionables en una institución que, por su misión, debería ser ejemplo de pulcritud moral. Más allá de eso, la conducta de Pedro Chávarry es un ejemplo –ciertamente grave—de una tendencia que hemos visto asentarse en las últimas décadas: el abandono del criterio de honorabilidad como un elemento indispensable para ocupar un cargo público.

Esa tendencia no es nueva, pero la hemos observado de la forma más descarnada en el curso de la crisis actual, iniciada con la difusión de grabaciones de jueces y fiscales en las que aparecen acordando favores y maniobras turbias de diversa clase. La primera respuesta de esos magistrados siempre ha sido que mientras no se pueda demostrar que sus trapacerías constituyen un delito penal tipificado, no tienen por qué renunciar. Es decir, que pueden seguir en la misión de administrar justicia a pesar de que resulta pública y notoria su falta de integridad.

Esa actitud, como decimos, no es novedosa. Es hábito ya asentado en el Congreso de la República, donde se protege a congresistas notoriamente inmorales bajo el pretexto de que sus inmoralidades no constituyen delito. Y lo hemos visto también en sucesivos gabinetes ministeriales cuando, ante la revelación de alguna conducta antiética, se responde que el ministro no tiene por qué renunciar, ni hay por qué cesarlo en el cargo, mientras no exista una sentencia firme en contra suya. Es decir, lo único que cuenta es el registro judicial; las autoridades no consideran que cierta respetabilidad u honorabilidad sea necesaria para ocupar algún cargo o magistratura.

La conducta de Chávarry, como decimos, está ejemplificando esta tendencia de una manera particularmente ominosa por lo que el Ministerio Público representa. En un momento en que el país espera que se haga justicia frente a los enormes escándalos de corrupción –que ya han implicado la renuncia de un Presidente—el ocupante de la Fiscalía de la Nación insiste en arrojar más desprestigio sobre la institución encargada de hacer las investigaciones. Se trata, a todas luces, de una conducta no solo desaprensiva sino que conspira contra nuestra idea misma de democracia y Estado de derecho.