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Opinión 10 de marzo de 2014

En este escenario, vale la pena recordar el significado del Día Internacional de la Mujer proclamado en 1977 por la Asamblea General de Naciones Unidas como un acto político – entendiéndolo como público – de reconocimiento de derechos de un grupo social históricamente vulnerable por las condiciones sociales, políticas y económicas de sus sociedades. Treinta y cinco años han pasado desde que la comunidad internacional adoptara la Convención para la Eliminación de todas las formas de discriminación contra la Mujer (Cedaw) y veinte desde que, a nivel interamericano, los Estados se comprometieron a tomar medidas para la erradicación de la violencia de la mujer mediante la adopción de la Convención de Belem do Pará. Estos dos instrumentos señalan importantes compromisos que los Estados deben cumplir para la protección de la mitad de su población, los que podríamos resumir en cuatro grandes temas: igualdad de oportunidades, erradicación de la violencia de género, lucha contra la discriminación y garantías para el ejercicio de libertades (que son civiles y políticas, pero también sexuales y reproductivas). Asimismo, los estados están en la obligación de rendir cuentas en instancias especializadas como el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer o dentro de mecanismos institucionales como el Examen Periódico Universal, ambos en el seno de Naciones Unidas.

¿Por qué un tema tan importante como la reivindicación de derechos de un grupo social se ha convertido en una celebración romántica? Mi hipótesis es que la  banalización de lo que ha sido uno de los grandes movimientos sociales del siglo XX – el movimiento de mujeres por el reconocimiento de sus derechos humanos – es producto del vicioso encuentro de dos fenómenos. De un lado, una lectura parcial de la realidad donde, a partir de la evidencia del ingreso de la mujer a la PEA y al sistema educativo, se sostiene que la inequidad entre varones y mujeres ha desaparecido. Y segundo, la dificultad del Estado para entrar al ámbito de lo “privado”, creando condiciones para que los sujetos sociales, varones y mujeres, puedan establecer relaciones de equidad y respeto mutuo en igualdad de condiciones.

En términos institucionales, el Estado peruano es parte de casi todos los tratados, pactos y convenciones sobre derechos humanos. Además, participa en cuantos comités o examenes periódicos le corresponde. Recibe y envía informes a Relatores o Grupos de Trabajo. Y nombra o crea alguna institución con competencia, al menos formal, de los compromisos que asume. Así, el Perú es parte de la CEDAW desde 1982 y de la Convención de Belem Do Pará desde el 1996, año en el que además se crea el Ministerio de la Mujer. Desde dichas fechas, se han venido desarrollando marcos de acción como el actual Plan de Igualdad de Género (2012-2021), el Plan contra la Violencia Contra la Mujer (2009-2015) y  el Plan de Igualdad de Oportunidades (2006-2010). Todos estos documentos contenían un conjunto de acciones de erradicación de estereotipos, entre los que figuran la promoción de responsabilidades familiares compartidas en las currículas escolares[1] y la emisión de mensajes no sexistas en los medios de comunicación (acciones hoy parte del OE2 del PLANIG). Con todas sus limitaciones, la agenda y la demanda por el reconocimiento de los derechos de las mujeres, o al menos ciertos derechos, han entrado en el campo de lo oficial y se dan batallas por lograr medidas de protección, promoción y defensa. Sin embargo, las luchas por el reconocimiento se dan también en esferas consideradas tradicionalmente íntimas como puede ser la propia familia.

Según la Encuesta Nacional de Uso del Tiempo 2010 – aplicada a zonas urbanas y rurales de las 24 regiones – peruanos y peruanas tenemos vidas muy diferentes en nuestro día a día. Si bien varones y mujeres dedicamos mas o menos la misma cantidad de horas semanales a cubrir nuestras necesidades personales (descanso, limpieza alimentación), educativas (lectura, información, instrucción) y de socialidad (visita a familiares o amigos) lo cierto es que existe un brecha inmensa en el tiempo y energía invertida al interior del hogar. En promedio, las mujeres nos tomamos 9 horas más que los varones en preparar alimentos, 7 más en el cuidado de personas dependientes (adultos mayores, personas con discapacidad o que necesitan un cuidado especial), 5 extras en el cuidado de niños y niñas, y 7 adicionales para la limpieza del hogar y el cuidado de la ropa. Es decir, son las mujeres peruanas quienes se encargan de la llamada economía del cuidado, teniendo bajo su responsabilidad la alimentación familiar, el cuidado del espacio doméstico y la atención de todos aquellos que no se valen por sí mismo. Además, tienen en promedio 4 horas menos de tiempo libre. Este trabajo no es remunerado ni es reconocido como un aporte fundamental para la reproducción de la sociedad desde el ámbito más micro, la propia familia. Como señala el mismo informe “la distribución del tiempo de mujeres y hombres en las diversas actividades y, de manera específica, el tiempo dedicado al trabajo doméstico no remunerado (…) permitirá formular políticas de igualdad de oportunidades entre mujeres y varones”. (INEI 2011:4). Es decir, que la distribución del tiempo entre varones y mujeres es un asunto de políticas, y por lo tanto, de derechos.

El trabajo doméstico, asumido por la mujer casi en forma exclusiva, constituye una restricción para lo que los sociólogos denominamos la dimensión agencial del sujeto, es decir, su capacidad de ser y hacer en el mundo, de establecer relaciones sociales y de direccionar su acción a otros (personas, instituciones) significativos. Al asumir que la mujer tiene a su cargo las tareas  reproductivas y domésticas en el ámbito de lo privado, no sólo estamos alimentado el discurso naturalista de género (mujer = privado = doméstico = no público) sobre la que se basa la división sexual del trabajo; sino que además, y ya “sobre terreno”, se le restringe su capacidad de injerencia en lo público. Es decir, en el espacio que es por definición el lugar para la demanda, construcción, observancia y queja en torno a sus derechos. Así, por ejemplo, nos podemos preguntar en qué momento del día una mujer puede hacer una denuncia por alimentos o por violencia de género en un juzgado, capacitarse para mejorar su nivel profesional o juntarse con otros/as a compartir algún espacio colectivo con una sobrecarga de trabajo doméstico de más de 27 horas semanales respecto a las de un varón.

Las agendas “duras” para la vigencia de los derechos humanos de las mujeres son conocidas: la necesaria capacitación de magistrados para el ejercicio de la justicia en situaciones de violencia de género, la atención integral en salud reproductiva y sexual según los estándares de la Organización Mundial de la salud (OMS) y en seguimiento de las recomendaciones del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas[2], la reparación a las víctimas de la violencia sexual en el conflicto armado y a causa de las esterilizaciones forzadas de los noventa o la adecuación de la ley nacional de trabajadoras del hogar a los estándares internacionales de la OIT. O las cifras espantosas de violencia sexual que muestran que cerca del 10% de niñas en América Latina sufren abuso sexual, que menos del 5% de casos de violación sexual se denuncian o que cerca del 30% de las peruanas sufren o han sufrido algún episodio de violencia de género. Todo esto sigue pendiente y está sumamente documentado en los informes del Perú ante instancias internacionales como el propio Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, entre otras fuentes oficiales.

Sin embargo, me atrevo a decir que ningún punto de esta agenda avanzará si no va de la mano con un proceso de cambio cultural, donde los aprendizajes de la igualdad sean interiorizados como parte de una ética y de una forma de vida al interior de las familias, personas y de las diversas formas de organización social. En ese sentido, la comercialización del Día Internacional de la Mujer no suma en una sociedad con enormes dificultades para transformar discursos e imágenes sexistas y discriminatorias hacia la mujer, y por lo tanto, para tomarse la agenda de los derechos humanos de las mujeres en serio.  Baste recordar el caso de una presentadora de televisión que mencionó en vivo que, para ella, las mujeres son responsables de las situaciones de acoso callejero debido principalmente a la vestimenta provocadora que llevan. Como mencionaba una reconocida profesora de derechos humanos en su Facebook personal “(en el Día de la Mujer) no tienes que leer poemas sino revisar tu Constitución para darte cuenta que las mujeres tenemos derechos y ver cuánto estás contribuyendo por su respeto».

Escribe: Carmela Chávez, investigadora del IDEHPUCP

[1] Cuestión que también está presente en el Proyecto educativo nacional al 2021 como parte de su política 5.1 vinculado a la educación ciudadana

[2] Informe del Grupo de Trabajo sobre el Examen Periódico Universal del Consejo de derechos Humanos – Perú. Aprobado el 27 de Diciembre de 2012, archivado bajo el cod. A/HRC/22/15. (Ver recomendaciones 116.94-116.98)