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Opinión 30 de octubre de 2015

En verdad, la ausencia de un proyecto político se ponía ya de manifiesto desde la “fundación” del Perú como sociedad independiente. La “independencia” no implicó siquiera la abolición de la esclavitud como institución, ni suprimió el tributo indígena. No hubo en las clases dominantes del nuevo país independiente ningún malestar por la marginación de muchos compatriotas. Así pues, la idea misma de “República” se vio severamente cuestionada. A un grupo importante de peruanos, sus instituciones y leyes les resultaban ajenas y la exclusión por razones culturales, raciales, religiosas, de género o de orientación sexual constituían norma y no excepción.

Considerar con seriedad la construcción estricta de un proyecto político democrático común supondría edificar un sistema político que, a contracorriente de lo que sostienen algunos ideólogos híper conservadores, valorase las diversas identidades que habitan el Perú, así como la forma en la que esa diversidad enriquece a la sociedad. Si tal proyecto prosperara tendríamos a la postre un Estado democrático de derecho que acoja a todas las identidades en el marco de una comunidad en la que se valoran los derechos de todos los ciudadanos y se haga respetar la ley; es decir sería un sistema político en el que cada persona sea reconocida como sujeto de derechos no negociables, iguales y libres para realizar su propia idea de felicidad.

La diversidad constituye nuestros pueblos, nuestra historia, nuestras lenguas y credos, nuestra gastronomía, nuestros propios cuerpos. Por desgracia la mayoría de los esquemas ideológicos que han pretendido imponerse en el Perú la han combatido desdeñando su riqueza.

Un auténtico proyecto político republicano tiene su centro de significación en el reconocimiento de las diferencias como fuente moral y política. La diversidad está allí, no pretender verla implica cerrar los ojos frente al Perú, a sus orígenes, a su vida presente, a su potencialidad como comunidad política. Ni siquiera la inminencia del Bicentenario lleva a que nuestros políticos se orienten a pensar en términos de un programa que trascienda los objetivos de coyuntura y los intereses particulares. Podemos ya observarlos en sus pequeñas batallas partidarias para ganar las elecciones del próximo abril. Pareciera que su incapacidad de pensar en términos de país les impidiera construir una agenda pública que recoja metas de largo plazo, que trasciendan la “política menuda”, para así colocarnos en el camino que conduzca a un Gran Acuerdo Nacional que, más allá de caudillos y demagogia nos convoque a todos con el propósito de reflexionar sobre los medios y fines vinculados al logro del Bien Común.

(30.10.2015)