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Opinión 8 de junio de 2018

Hemos invitado para escribir el día de hoy al profesor Javier Protzel, amigo –al igual que nosotros- de Federico de Cárdenas: Persona ejemplar en más de un sentido y sobre el que el titular de esta columna,  escribiera un homenaje el día miércoles 06 en la edición web de este prestigioso diario.

Con la partida de Federico de Cárdenas desaparece el ejemplo acaso más perfecto y decantado de amor al cine por mí conocido. A diferencia de otros críticos notables, Federico ejerció su prolijo oficio desde un silencio casi monacal que quebraba apenas cada domingo al publicar su página en La República. Nunca le interesaron ni la cátedra ni las apariciones y reconocimientos públicos. Pese a haber concluido sus estudios de sociología y derecho, e incluso ser egresado de la Academia Diplomática, se sintió llamado por otra vocación. Prefirió dedicarse modestamente a ver películas y compartir generosamente sus comentarios, casi como un sacerdote a su grey, hasta convertirse en guía obligado de entendidos y legos.

Pero yo quisiera dar aquí un testimonio de parte. Aunque nos conocimos al prepararnos para el ingreso a Letras, nuestra amistad se cimentó cuando, ya siendo cachimbos, faltábamos a clase junto con otros amigos para ver los ensayos de la Orquesta Sinfónica en el Teatro Municipal e ir a los entonces cines del centro de Lima (o al Ambassador por las noches): La balada del soldado, de Chujrai, Jules et Jim de Truffaut, tres o cuatro veces repetida; Fellini, de Sica, Visconti, Risi. Tras fundar en 1965–con Chacho León, Juan Bullita y Carlos Rodríguez Larraín- la histórica Hablemos de cine nació el crítico de cine. Yo ya no estaba en el Perú; fue unos años después que nos reencontramos en París. Fue la época de las cinematecas, la revista Positif y sus míticos encuentros con Joseph von Sternberg, Jean-Luc Godard, Glauber Rocha, Jacques Rivette, Elia Kazan, entre otros.

A medida que su dedicación al cine, a la música clásica y a la literatura se fue acentuando, Federico adoptaba los hábitos de parquedad y sobriedad que sus amigos le reconocían. No fumaba, no bebía, no bailaba. Con el tiempo su vocabulario se afinó y sus palabras brotaban como un texto permanentemente en limpio, lo cual no le impedía cultivar su filudo humor sardónico. Sin dejar su modestia y sus cualidades de interlocutor silente en los círculos de amigos –Fernando Eguren, Alonso Polar, Santiago Pedraglio- se ganó el inmenso respeto que le guardábamos. Conservó su disposición juvenil a compartir estados de ánimo siempre a través del texto escrito.

Recuerdo nuestro primer reencuentro cuando regresé a Lima de vacaciones a fines de los 60. Se presentó a mi casa y me entregó un grueso manuscrito. Tenía tanto por contarme que prefería dejarme leer su diario de los últimos tres años. Amigo como pocos, tenía una irrenunciable fidelidad a las viejas amistades y un talento particular para acertar en los gustos de uno, siendo capaz de lograr una sintonía fina en el cotejo de los aspectos más apreciables de una película o una composición musical. Fue también un gran amante de la música clásica. Estos últimos años nos veíamos en los conciertos de la Sociedad Filarmónica, de cuyo directorio él fue parte y a la cual el contribuyó sobremanera. Más que por su inmensa cultura es por su eticidad y discernimiento que efectivamente se le puede considerar un ilustrado.

Una gran pérdida para el periodismo peruano, para La República, para la Sociedad Filarmónica de Lima y el Festival de Cine de Lima. Irreparable para su familia y sus amigos, quienes lo extrañaremos cuando ya no esté donde siempre se le veía.