Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 30 de octubre de 2013

Ahora bien y precisamente en tanto que la sociedad peruana no ha enfrentado, de manera radical y auténtica,  el acercarse a ella misma  para así tener un honesto diagnóstico de su historia  y su presencia en el mundo de hoy, la universidad también ha experimentado, esta ausencia de introspección sobre su pasado y su destino y se encuentra ahora en medio de una profunda crisis que se manifiesta de variadas formas.

En efecto, un primer fenómeno que podríamos anotar si nos acercamos, aun cuando sea de modo tímido, a la vida de las universidades en nuestra Nación es  la ausencia, en muchas casas de estudios, de una clara percepción sobre ellas mismas. Y es posible hacer esta afirmación si es que prestamos atención a un fenómeno que se hace sentir en varias instituciones que llevan el nombre de universidades –y que ante la indiferencia del poder público entregan grados y títulos a nombre de la Nación–.  Se trata del olvido, en ocasiones voluntario e interesado, de su propia naturaleza.   No sucede otra cosa cuando algunas  universidades de nuevo cuño relegando lo que se ofrece como su razón de ser y destino –el conocimiento–  establecen  como  valor superior que las legitima y orienta aquel del lucro y el negocio. No se desea con lo mencionado denostar lo que puedan ser las actividades empresariales normales que buscan  réditos materiales. Sí  se quiere más bien expresar que constituye una maligna hipertrofia –permitida y alentada por el Estado– el que los principios pertinentes para el mercado hayan suplantado dentro de algunos centros de educación superior –que deben preservar, transmitir y crear el saber– los principios que legitiman social y éticamente su existencia y su conducta.

El mercado, la oferta, la demanda, la competitividad se han convertido dentro de muchas universidades y en muchos países en  los conceptos clave para entender y hacer frente a los problemas de la formación académica.   Vocación, calidad docente, investigación, madurez  ética, construcción de ciudadanía pasan de esta suerte a ser temas de importancia secundaria y que bien pueden ser sacrificados por esta devoción que solo eleva preces al mercado y la ganancia. Si a lo dicho agregamos el declive que presentan en su nivel académico las Universidades Públicas:  la ausencia de investigación; el magro presupuesto con que algunas de ellas trabajan; la existencia de “Universidades” en lugares insólitos  y obedeciendo a la política menuda; la extendida desconfianza dentro de esas instituciones en los procesos que conducen a la “elección”  de las más altas autoridades;  la ausencia del diálogo tolerante y del espíritu  crítico que arrastra a burdos fundamentalismos ideológicos,  la conclusión aparece sin mayor esfuerzo:  es necesario que haya una nueva ley en la que, respetando la autonomía académica responsable de las universidades, se asegure sin embargo en ellas  el cumplimiento de niveles  aceptables de calidad, se brinde una mirada vigilante al uso de los recursos que el Estado les  brinda o al dinero que él deja de recibir por exoneraciones tributarias  y se aliente la formación integral de los estudiantes.

Estos cuando ya sean profesionales formados podrán así ser ciudadanos cabales, con valores morales sólidamente establecidos y conscientes del deber que han contraído para con la universidad que los formó  a la cual, en gesto de gratitud y solidaridad con los jóvenes que, como ellos en el pasado,  se  están allí  formando deberían apoyar con parte de los ingresos que reciben debido  a  las actividades  que no podrían desarrollar si no hubieran sido, en su momento,  acogidos con seriedad y afecto por las casas en las que estudiaron.