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Opinión 17 de marzo de 2018

La importancia social de los credos religiosos y de las instituciones correspondientes –como las iglesias, en el caso de los cristianos—están fuera de toda duda. Y una sociedad libre y pluralista debe garantizar la libertad de sus integrantes para profesar sus credos sin peligro, sean estos mayoritarios o marginales. Pero una sociedad libre y pluralista debe, también, mantener una estricta distinción entre las creencias religiosas colectivas y la institucionalidad pública que se rige por criterios de bienestar público, de respeto a la ley, de garantías de los derechos y de inclusión de todos sus ciudadanos en una esfera universal de protección y garantías.

Esa noción de distinción entre credos religiosos y vida cívica, que es definitoria de toda sociedad libre, democrática y moderna, está bajo ataque en el Perú de nuestros días (como lo están varios otros valores cívicos esenciales). La intransigencia de diversos grupos católicos y evangélicos ultraconservadores ha conquistado, últimamente, una victoria parcial ante los tribunales. Un fallo de una corte superior de justicia acaba de ordenar, en respuesta a una demanda, que el ministerio de Educación deje sin efecto sus planes curriculares relativos al enfoque de género que los sectores conservadores, desde su ignorante soberbia, suelen llamar “ideología de género”.

Mucho se ha dicho en estos días sobre las implicancias potenciales de este fallo. Siguiendo su lógica cualquier colectividad podría paralizar el sistema educativo impugnando judicialmente cualquier contenido lectivo que les disguste. Pero además de esa implicancia de política pública general, hay que insistir en los extremos de oscurantismo y de ignorancia que van ganando terreno en la institucionalidad del Estado.

La oposición al enfoque de género es una oposición a la enseñanza del respeto a las diferencias, algo que hace enorme falta en el Perú, donde el machismo, la homofobia, el relegamiento de las mujeres, la violencia motivada por el odio son una cruenta realidad cotidiana. Y esa oposición nace una resistencia fanática a reconocer un hecho tan sencillo como el siguiente: que, si bien hombres y mujeres nacen con diferencias anatómicas y fisiológicas evidentes, sobre esas diferencias se constituyen diversas identidades de género y que todos los individuos han de ser respetados por igual, más allá de esas diferencias.

La versión que los enemigos del respeto a la diversidad propalan es tan grotesca que resulta inverosímil que ellos la crean sinceramente: que si se enseña que las identidades de género se constituyen en la sociedad, eso no resulta ser sino una invitación a que niños y niñas cambien de género “como se cambia de camisa”, según reza el lugar común.
Creer ello es una manifestación de materialismo grosero. Constituye lo contrario a la comprensión del ser humano como ente  espiritual y cultural. Pensar que nuestra  identidad está determinada por la biología y creer que si se reconoce su base cultural esa identidad se vuelve frágil y tornadiza es, paradójicamente, un pensamiento anticristiano y anticientífico al mismo tiempo que debemos criticar.