Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 12 de septiembre de 2014

Ciertamente, una reflexión sobre los atroces sucesos de Irak reclamaría una consideración más amplia del proceso político en el que estos tienen lugar. Sabemos que la inestabilidad de ese país, en la que prosperan agrupaciones como el Estado Islámico, está asociada con los turbulentos cambios sucedidos en Irak desde inicios de la década del 2000, cuando una intervención armada de los Estados Unidos derrocó al gobierno autoritario represivo de Saddam Hussein. Si el gobierno de Hussein era una constante opresión contra el pueblo iraquí y una amenaza permanente a la paz en la región, lo que vino a continuación no fue mejor ni más promisorio. La sociedad democrática y pacífica que los Estados Unidos se creyeron capaces de propiciar nunca llegó a consolidarse. En su lugar, quedó un estado con instituciones precarias, corroídas por el sectarismo e incapaces de mantener controlada la  permanente tensión entre comunidades religiosas, conglomerados étnicos y facciones de diversa índole.

Esa tensión fue agravada por un gobierno cuyos líderes, de origen chiíta, prefirieron el sectarismo y la exclusión de los iraquíes sunitas de toda función de Estado, lo cual ha conducido a la violencia desbordada, gratuita y feroz.

 Ninguna violencia es necesaria, ciertamente, pero a veces, en la mentalidad de los agresores ella es un medio para conseguir un fin. No  sucede en este caso donde la sevicia contra comunidades cristianas, yazidíes e incluso chiítas se ejerce sin control y bajo el recusable pretexto de que esas comunidades se han rehusado a la conversión religiosa en un plazo perentorio.

Costará mucho esfuerzo y vidas humanas poner freno a esa ola de crímenes masivos. Hace falta no sólo un ingente esfuerzo militar; además, se necesitará construir una opción de gobierno y de administración del territorio que ofrezca garantías aceptables de inclusión y de equidad, además de eficiencia suficiente para el manejo de la cosa pública.

La actual crisis iraquí es una expresión, si bien exacerbada, de una tendencia mayor, que es la violencia causada por los fundamentalismos alrededor del mundo. Durante un tiempo se pensó que el fin de la Guerra Fría permitiría mitigar la violencia al atenuarse los antagonismos ideológicos. Pronto hemos debido desengañarnos al constatar el ascenso de los problemas de raíz cultural. Desde entonces, los conflictos basados en la identidad se han multiplicado y han adquirido particulares ribetes de atrocidad. El aprendizaje de una cultura humanitaria se halla aún lejano, pero es la tarea más urgente para  hacer menos cruel al  mundo en que vivimos.