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Opinión 26 de febrero de 2016

Por supuesto, todas esas estrategias –más allá de si reportan votos o no– están reñidas con los principios de la moral pública. Nada tienen que ver con la primacía del bien común o con la promoción de buenas prácticas. En nuestro medio, la política parece haberse convertido exclusivamente en una competencia por los votos, no interesando mayormente los métodos que han de usarse para conseguirlos.

Desde el punto de vista de la moral pública, “el fin justifica los medios”, una frase asociada tradicionalmente al Maquiavelo de El Príncipe, dista mucho de ser un principio válido. Importan los procedimientos, los medios. También el examen de la legitimidad moral de los medios valida el objetivo y le confiere un sentido superior. No es verdad que “todo valga” con tal de lograr el poder. El poder es, en un régimen libre, una forma de ejercer el servicio público. En una democracia, a las autoridades elegidas se les concede ejercer el poder de manera acotada en el tiempo, por encargo de la ciudadanía. Ello significa que el poder no es suyo, sino del pueblo que le encarga hacer uso de él para cumplir con un programa político y por un período limitado. (Cialis online) De otra parte la autoridad debe rendir cuenta de sus actos al pueblo, y, si no cumple con las promesas que la llevaron al gobierno, debe poder ser interpelada por sus electores. La ciudadanía no debe olvidar su lugar como guardiana del uso correcto del poder, ya que la acumulación de este es potencialmente corrupta y corruptora. En tal sentido, es correcto que una asamblea sea la que legisle y supervise las decisiones de quienes ejercen el gobierno. No hay democracia sin ese necesario balance de poderes. El equilibrio en el ejercicio del poder requiere de instituciones sólidas, así como de ciudadanos preocupados por el curso de la vida pública. Esa voluntad es la fuente del orden público, pero otra faceta de ella es precisamente la intervención directa en los procesos de fiscalización de la gestión de sus representantes a través del llamado “control democrático”.

En síntesis: la intervención de las personas y de los partidos políticos en la vida pública encuentra su razón de ser en la persecución del bien público en el marco de respeto de las normas y los procedimientos democráticos. Es a la luz de estos propósitos y principios que hemos de juzgar la conducta de los actores políticos. Si el fin último de la sociedad democrática es la observancia de los derechos de la persona, entonces esta no debe ser tratada como un instrumento para el acceso al poder. En este sentido, toda forma de manipulación y de clientelismo constituye una mala práctica. El ciudadano es el origen y el destinatario de la legitimidad de toda acción política; por ello, más allá de cualquier estrategia de mercadeo, él merece respeto.

Escribe: Salomón Lerner Febres, presidente ejecutivo del IDEHPUCP, para La República

(26.02.2016)