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Opinión 20 de abril de 2014

A la debacle de la universidad pública se sumó en los años recientes la desnaturalización de la noción misma de universidad en el ámbito privado. Las leyes expedidas en los años noventa para favorecer la inversión privada permitiendo el principio de lucro como motivación central de un emprendimiento universitario han dado lugar a simulacros de universidades carentes de todo compromiso serio con la educación y la formación de seres humanos integrales y desprovistas de los servicios básicos que una universidad debe brindar.

En esas circunstancias, es evidente la importancia de la nueva ley universitaria aprobada por la comisión de educación del Congreso y pendiente de aprobación plenaria. Como toda ley, esta es perfectible, pero tiene el valor de afrontar problemas centrales de nuestro sistema, como, por ejemplo, la inexistencia de un ente coordinador o rector que sea solvente, de calidad técnica y acorde con una concepción acertada del quehacer universitario.

No sorprende, pero sí preocupa la oposición que desde varios frentes –principalmente el gremial, de la Asamblea Nacional de Rectores, y el empresarial– se viene ejerciendo contra esta propuesta. Si la ANR se opone en defensa de fueros que, en verdad, no se ven amenazados por el proyecto, el sector empresarial aboga por un modelo universitario –la universidad-empresa— que se pretende necesario para el desarrollo del país, cuando lo que realmente necesitamos es recuperar el espíritu mismo de la institución universitaria que no tiene como fin supremo el lucro.

Una respuesta espuria a nuestras necesidades de desarrollo, instalada desde hace dos décadas, ha sido que la universidad debe enfocarse más en la empleabilidad inmediata de sus egresados y menos en su formación básica, especialmente la formación humanística. La idea es que los estudiantes desde muy temprano se deben adentrar en el manejo de sus carreras sin perder el tiempo en materias ajenas, (aparentemente), a ellas.

Este diagnóstico incurre en un errado pragmatismo. Soslaya la observación de que el mundo laboral actual es mucho más cambiante que nunca. En un ambiente globalizado, el profesional contemporáneo tiene que enfrentarse diariamente a la incertidumbre: si algo sabemos sobre el futuro es que es cada vez más impredecible. No solamente ignoramos la tecnología que se utilizará el próximo año. Tampoco sabemos con qué tipo de personas y en qué lenguajes tendremos que dialogar, negociar o comunicarnos.

Una persona meramente apta para el uso de las técnicas actuales es la menos pertinente para este entorno cambiante. Más que nunca, el universitario debe ser una persona preparada para el futuro, un profesional no solamente provisto de herramientas sino también y sobre todo capaz de adaptarlas o crearlas. En esta situación la formación básica es la que corresponde mejor a nuestros tiempos. Porque ella permite el constante desarrollo de la creatividad y el manejo provechoso de la incertidumbre.

La especialización temprana, sin el conocimiento de los aspectos básicos de la ciencia es una limitación a la cual condenamos a los jóvenes que no podrán competir en un mundo laboral que requiere mayor capacidad para interpretar el cambio y así actuar en él.

Responder a las grandes necesidades de nuestra sociedad requiere reorientar el sistema universitario hacia una concepción más integral y académicamente exigente de los estudios superiores. Para lograrlo, se precisa cambiar el marco institucional en el que estos operan y crear las reglas y condiciones para que las universidades se sientan llamadas a cumplir con estándares de calidad aceptables: la acreditación obligatoria es, en ese sentido, un elemento valioso de la ley que se proyecta.

No es con cambios accesorios ni manteniendo el statu quo actual como se dejará atrás la decadencia de nuestras universidades. Se necesita dar una señal de cambio ya y romper con una inercia que defrauda diariamente las esperanzas de cientos de miles de jóvenes peruanos.