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Editorial 24 de agosto de 2017

La destitución del director del Lugar de la Memoria (LUM), Guillermo Nugent, ha generado una controversia, principalmente entre las colectividades involucradas en la memoria y en la promoción de los derechos humanos. Este incidente exige una discusión de horizontes más amplios sobre lo que cabe esperar y demandar de un sitio oficial nacional de memoria. Y un punto de partida para ello puede ser algo de lo dicho por el propio ministro Salvador Del Solar: que un elemento importante de su enfoque sobre el tema es que el Lugar de la Memoria desarrolle sus actividades de una manera tal que nadie se sienta atacado.

¿Es sostenible postular, como mandato de un sitio de conmemoración de una historia atroz, que este sea inocuo y ajeno a la controversia? No lo es por dos grandes razones.

En primer lugar, es sabido, y evidente, que en todo proceso de conmemoración de un pasado atroz habrá colectividades hostiles a la memoria, grupos que se oponen, por un lado, a un rescate pleno de la verdad sobre sus crímenes y, por otro, a una rememoración de esos delitos y a una conmemoración de sus víctimas. Sendero Luminoso y sus órganos derivados no tienen, por fortuna, capacidad de limitar el ejercicio de la memoria en el Perú; pero es evidente que si la tuvieran intentarían proscribir o distorsionar la trágica e indignante historia de Lucanamarca. Otras colectividades de perpetradores o de representantes políticos de perpetradores no están menos interesados en bloquear la memoria y usan su poder para hacerlo. ¿Por qué un espacio oficial de memoria tendría que adecuarse a los vetos y distorsiones de esos grupos?

La segunda razón es más afirmativa. Un lugar de memoria no puede tener el mandato de apaciguar a los perpetradores o a sus partidarios, pero sí tiene el mandato de brindar reconocimiento a las víctimas. Su razón de ser es mantener vigente la memoria de los abusos cometidos, propiciar la visibilidad de las víctimas y su dignificación y, en último caso, fomentar algún aprendizaje colectivo sobre ese pasado violento o traumático.

Desde luego, lo señalado son principios generales que han de materializarse en contenidos y en formas, en exposiciones y discursos concretos. Y ahí siempre habrá espacio para la discusión. Esto es más cierto aún en cuanto la memoria es, evidentemente, un espacio de subjetividad. Pero, en el plano de las políticas públicas de memoria, reconocer la subjetividad y la pluralidad no equivale a aceptar la arbitrariedad o la amoralidad ni a instituir la mentira en nombre de la diversidad. Una política de memoria está siempre anclada a verdades amplias, básicas, sobre la historia de la atrocidad, verdades que no dan espacio al negacionismo ni a la apología del crimen ni, mucho menos, a la burla hacia las víctimas.

Originalmente, el proyecto que daría nacimiento al LUM estaba orientado a dar sede permanente a Yuyanapaq, la exposición fotográfica que organizó la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) en vísperas de la presentación de su informe final. Después el proyecto se fue transformando y terminó por poner a un margen el legado de la CVR –literalmente: el informe final ocupa un lugar minúsculo, relativizado, en una pequeña sala, en compañía de otros libros sobre la violencia. Y sin embargo, ahí se encuentran esas verdades demostradas, que nadie ha logrado rebatir seriamente en 14 años y que podrían servir, precisamente, de eje mayor para una política del LUM: su misión no es apaciguar así como tampoco es dar cobijo a falsedades ni a distorsiones interesadas; su misión, como la de todo sitio nacional de memoria, es promover el recuerdo colectivo, plural, dialogante, sobre la base de un respeto a la verdad.