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Opinión 31 de octubre de 2014

No es imposible que dentro de algunas décadas, no muchas, nuestro presente sea también así etiquetado, pues si bien hay notorios logros en materia de crecimiento económico en los últimos quince años, también es claro que asuntos cruciales como la atención en educación y salud, entre muchos otros, siguen descuidados. La situación de los hospitales, las escuelas y universidades, el transporte público, la capacidad del Estado para hacer cumplir la ley, todo ello nos habla de una condenable desidia.

Explicaciones para esta dramática omisión son diversas, pero es posible señalar que el factor central se halle en el colapso de la política, y, más específicamente, de nuestro sistema de representación; dicho de otra manera: en la inexistencia de organizaciones políticas serias y fiables que sigan una doctrina razonable y puedan presentar y debatir opciones de gobierno que conduzcan a asumir decisiones públicas relevantes. Pareciera que el crecimiento económico coincide con un envilecimiento general de la política y eso se convierte en impedimento para realizar reformas esenciales que aseguren  el bienestar de los peruanos en el futuro.

Ya Aristóteles planteaba la Política como la reina de las ciencias prácticas: era en el fondo la dimensión ética de lo social. De acuerdo a ello  ese quehacer, rectamente entendido, debiera ser el espacio donde se diriman diversas concepciones del bien común. Estas, naturalmente, podrán ser divergentes e incluso rivales. Pero deberán tener en común una honesta y definida vocación por lo público, una particular inquietud por definir y llevar a la práctica lo que se juzga es bueno para la colectividad.

Es triste señalarlo: en la práctica política peruana no quedan rastros de esa vocación. Lo que se nos ofrece una y otra vez es una caótica competencia por el poder, una competencia que suele ser soez en cuanto a sus formas y sus medios y profundamente inmoral respecto de sus fines. Las organizaciones políticas se presentan como iniciativas improvisadas sólo para ganar una elección u obstaculizar por todos los medios, hasta los siguientes comicios, al otro si hubiere resultado ganador. Y muchos de quienes se ofrecen como candidatos a un cargo público, sea de alcance local, regional o nacional, no experimentan mayores problemas de conciencia al presentar su intento como un emprendimiento privado para el cual realizan una inversión económica de la que esperan extraer dividendos una vez se hallen en posesión de cargos oficiales.

Así, la corrupción de la política se expresa al menos en los dos posibles sentidos del término: la política peruana se encuentra corrompida porque se ha vaciado de toda vocación por lo público, y de otra parte es una práctica corrupta que alberga las más diversas formas del lucro ilegal a costa del erario público.

Muy pronto, en el 2016, encararemos nuevas elecciones y todo apunta a que nos encontraremos, una vez más, ante opciones indeseables. Es el momento de preguntarnos qué estamos haciendo, qué podemos hacer, para regenerar la política, para hacer de ella algo más que una búsqueda grosera de poder y de gratificación inmoral.