Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 26 de enero de 2018

La visita breve, pero intensa, del Papa Francisco al Perú ha dejado un conjunto de mensajes que, más allá de su contenido estrictamente espiritual, tienen el designio de impactar sobre asuntos álgidos de la vida pública del país. Las diferentes apariciones del Sumo Pontífice, por otro lado, estuvieron siempre rodeadas por la presencia masiva de peruanos y peruanas católicas, quienes han oído con fervor las palabras de Francisco, así como por las más altas autoridades y políticos de las más diversas orientaciones. Así, queda por preguntarse, en adelante, hasta qué punto ese fervor y esa asistencia podrán dar frutos; es decir, en qué medida lo señalado por el Pontífice, y elogiado unánimemente por la prensa, por el público y por los políticos, será para nosotros algo más que elevadas palabras y se transformará en cambios o intentos genuinos de cambio en la forma como conducimos nuestros asuntos públicos. Es, pues, una pregunta sobre la sinceridad o la hipocresía detrás de la impresionante, masiva y fervorosa audiencia que se ha presenciado en estos últimos días.

Hay tres puntos, entre muchos posibles, que caben ser destacados de entre los mensajes de Francisco atinentes al estado de nuestra República o, más ampliamente hablando, a las posibilidades de que tengamos una sociedad humanitaria.

El primero es la exhortación al respeto y la defensa de ese don que es nuestro medio ambiente, un don menospreciado y socavado cotidianamente por lo que el Papa ha denominado el “neoextractivismo”. Estos daños no son, cabe señalarlo, una simple calamidad natural sino el resultado de toda una concepción política sobre cómo conquistar el crecimiento y la riqueza.

El segundo tema, muy asociado al primero, es el indispensable respeto a los derechos de los pueblos nativos o indígenas, los primeros afectados por el “neoextractivismo”, una población a la que las élites ven siempre como simples estorbos y a la que un presidente de la República –Alan García Pérez—negó el estatus de ciudadanos de primera clase. Los derechos asociados al territorio y a la cultura no son estorbos, nos recuerda Francisco, sino los fundamentos mismos en que ha de asentarse una democracia pluralista.

Y un tercer tema, entre muchos, es el de la protección de los derechos de la población femenina, un asunto sobre el cual el Gobierno, y, en particular, el Poder Legislativo ha actuado con indiferencia, cuando con ignara hostilidad, en los últimos años, ha obstaculizado o trivializado toda normatividad dirigida específicamente a tal fin.

Todos estos son temas que, aunque parezcan circunscritos a problemas concretos, definen la calidad de nuestra futura democracia o su posibilidad misma, cuando se les vincula, además, al tema central de la corrupción. ¿Serán nuestras autoridades y políticos capaces de convertir su aparente fervor en acciones concretas? Y, más aún, ¿será esa masa de creyentes que oyó con genuina unción a Francisco capaz de actuar en adelante según ese mensaje de compasión a los pobres, respeto a las víctimas de crímenes, defensa de la naturaleza, repudio a la corrupción, que el Santo Padre ofreció ante el aplauso general en estos días?