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Opinión 9 de diciembre de 2016

Sin embargo, como lo comentábamos hace poco en este mismo espacio, el consenso humanitario se encuentra en estos tiempos bajo la presión de una nueva ola de autoritarismo. Alentada por diversas crisis internacionales y por la manipulación demagógica, esta ola conduce a relativizar el valor de las libertades fundamentales y las garantías que el Estado de Derecho debe ofrecer siempre a la dignidad humana. Se tiende a presentar esas garantías como obstáculos a la seguridad.

En la conmemoración de este año la Organización de las Naciones Unidas toma en cuenta y responde a esa situación al invitar a tomar como lema “Defiende el derecho de los demás”. Y ello porque, en efecto, lo que resulta esencial en estos tiempos es una corriente mundial de solidaridad con las diversas poblaciones o categorías de población que son las víctimas principales de esta oleada de intolerancia: migrantes que huyen de las consecuencias de las guerras, así como poblaciones que en sus propias sociedades son víctimas de la marginación y la exclusión y de las diversas formas de imposición autoritaria que se multiplican en el mundo.

La práctica de los derechos humanos es, en efecto, un fenómeno de empatía. Esto se refiere a la capacidad de ponerse en el lugar del otro, de experimentar como propio el dolor y el abuso sufrido por los otros y, en consecuencia, a la necesidad de levantar la voz, aún cuando no seamos nosotros las víctimas directas de un atropello. Y es que, desde una concepción integral y plena de nuestra condición humana, lo cierto es que nuestra humanidad es una condición común, compartida, que nos unifica a todos en un mismo reclamo de dignidad.

No es fácil sostener un mensaje de defensa de los derechos humanos así formulado, como un mandato de altruismo, en tiempos como los que vivimos. El principio del poder domina la imaginación social, ya sea que hablemos del poder que nace de la violencia física o del que surge de la riqueza. Eso genera una cultura de egoísmo, de ceguera a todo aquello que no nos afecte directamente. Por eso, la cultura de los derechos humanos necesita doblemente la convicción de quienes estamos convencidos de su necesidad: alzar la voz en defensa de los otros, de los que han sido reducidos al silencio, es un imperativo.

Escribe: Salomón Lerner Febres, presidente ejecutivo del IDEHPUCP, para La Republica

(09.12.2016)