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Opinión 7 de diciembre de 2015

A la fecha, el deslave tóxico ya ha recorrido cerca de 650 kilómetros del río Doce que van desde el lugar del accidente hasta el Océano Atlántico. En su camino, la ola de lodo tóxico, equivalente a veinte mil piscinas olímpicas, ha sepultado literalmente al pueblo de Bento Rodrigues. El saldo, al día de hoy, es de trece muertos y once desaparecidos. Pero no se detiene ahí: toneladas de peces muertos, ecosistemas enteros envenenados, cientos de damnificados y miles de personas perjudicadas, ya sea porque su medio de subsistencia – el río – ha desaparecido o porque sencillamente era su fuente de agua potable.

Semejante tragedia no sólo ha cuestionado cómo se maneja el sector extractivo en Brasil y el resto de la región, sino que, ha vuelto a dirigir las miradas de la comunidad internacional sobre el rol que las empresas cumplen en la sociedad, y cómo es que éstas interactúan con los demás actores; es decir, cómo es que se integran a la sociedad.

En esa linea, resulta pertinente cuestionarnos si es que las empresas persiguen una integración justa, democrática y complementaria. O mejor aún, habría que preguntarnos: ¿qué requieren las empresas de nosotros?, y viceversa, ¿qué requerimos nosotros de ellas?

Al respecto, el tema de la relación de las empresas con los derechos humanos no resulta un tema nuevo. En la actualidad existe un marco de protección de los derechos humanos en las Naciones Unidas.

Así, en el año 2005, la ONU designó a John Ruggie como “Representante Especial del Secretario General para la cuestión de los Derechos Humanos y las Empresas Transnacionales y otras Empresas”, quien tuvo como objetivo identificar y aclarar las normas y prácticas existentes relativas a los derechos humanos y a las empresas. Posteriormente, se invitó a Ruggie a realizar recomendaciones, producto de lo cual presentó los “Principios Rectores sobre Empresas y Derechos Humanos”.

Los Principios Rectores fueron adoptados por consenso por el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en el 2011, y hoy en día son el principal marco de protección producido por la ONU sobre el tema de empresas y derechos humanos.

Este instrumento se funda en tres pilares: (i) el deber de los Estados de proteger a las personas contra las violaciones de derechos humanos cometidas en su jurisdicción por terceros, (ii) la responsabilidad de las empresas de respetar los derechos humanos, y (iii) el derecho al acceso a un marco adecuado para la reparación de las víctimas mediante mecanismos, tanto judiciales como extrajudiciales.

Sin embargo, a pesar de ello, el caso de la minera Samarco ha sacado a la luz las insuficiencias del marco de protección existente. La minera ha fallado al deber de debida diligencia, propio del marco de protección de respeto de los derechos humanos.

Este deber señala que las ETN deben identificar (previa evaluación de riesgos), prevenir, mitigar y responder a las consecuencias negativas de sus actividades sobre los derechos humanos. La debida diligencia debe ser un proceso continuo, ya que los Principios Rectores reconocen que los riesgos para los derechos humanos pueden cambiar con el tiempo, en función de la evolución de las operaciones y el contexto operacional de las empresas. En definitiva, y de manera puntual, la falta de monitoreo sobre el dique de contención que ha colapsado dando lugar a la tragedia fractura el principio de prevención.

En consecuencia, a pesar de lo positiva que ha sido la iniciativa de los Principios Rectores, una de las críticas más fuertes que recibe, radica justamente en su naturaleza. Los Principios Rectores no generan obligaciones internacionales. Se trata de un instrumento del “derecho blando” o “soft law”, como se le conoce en el derecho internacional. Es decir, no resulta obligatorio su cumplimiento.

¿Un instrumento internacional jurídicamente vinculante para las empresas transnacionales?

No cabe duda que en las últimas décadas hemos sido testigos de una globalización en las prácticas de producción, de las reglas macroeconómicas y de la proliferación de tratados de libre comercio, sin embargo, en el ámbito de los derechos humanos esta globalización no se ha dado de forma paralela. Ello ha contribuido a generar espacios de impunidad dentro de los cuales las empresas transnacionales logran superar las leyes estatales, dirigiendo la controversia a tribunales internacionales de arbitraje donde denuncian a los Estados cuando consideran que estos atentan contra sus inversiones e intereses.

No es una sorpresa que hoy en día las transnacionales hayan adquirido un gran poder, incluso algunas de ellas cuentan con mayores recursos de los que puedan disponer países enteros. Desde la comunidad internacional se sostiene que no hay un contra-balance a ese poder, y que ese contra-balance sería un instrumento internacional jurídicamente vinculante, es decir que genere obligaciones internacionales a las empresas transnacionales (ETN).

En la actualidad no contamos con un instrumento internacionalmente vinculante – es decir, obligatorio – que defina un equilibrio entre las responsabilidades de las ETN en el marco de sus actividades empresariales y el cumplimiento de los estándares de derechos humanos y ambientales. Sin embargo, existe una iniciativa para su creación, la cual viene siendo promovida desde el seno de la Organización de las Naciones Unidas por los Estados de Ecuador y Sudáfrica. Estos países tienen motivaciones particulares en lograr este objetivo. En Ecuador, la empresa Chevron-Texaco dejó gravísimas secuelas medioambientales en la Amazonía durante la década de los ochenta y noventa. Sudáfrica, por su parte, es el mayor productor de oro de la región, por lo que se ve expuesta a constantes violaciones de los derechos humanos por parte de las empresas extractivas extranjeras.

Quienes impulsan esta iniciativa sostienen que un tratado tendría el potencial de promover sustancialmente la protección y el cumplimiento de los derechos humanos en el largo plazo y a una escala global. También contribuiría a poner fin a la impunidad de la que gozan sistemáticamente las empresas transnacionales por sus violaciones de derechos humanos, especialmente en los países del hemisferio sur. Finalmente, tal instrumento serviría para garantizar el acceso a la justicia de las víctimas de sus actividades.

Para ejercer como mecanismo de presión, el mencionado tratado buscaría poner en regla los procedimientos de desembolso de fondos de inversión de instituciones como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, las cuales han sido cuestionadas por su papel en la construcción de una “arquitectura del desarrollo” favorable a un diseño empresarial en perjuicio de los derechos humanos. Así, los Estados y las ETN que no suscriban el tratado estarían en desventaja en términos de inversión, a menos que ajusten sus normas y prácticas a estándares internacionales de protección de los derechos humanos.

La siguiente reunión para la negociación del instrumento internacional está prevista para octubre de 2016, aunque se espera que su aprobación esté lista para el 2017. No obstante, no será sencillo llegar a un consenso, ya que gran parte de países desarrollados se niegan a apoyar un tratado internacional vinculante sobre empresas y derechos humanos.

Por lo pronto, en la mayoría de los países del hemisferio sur, los proyectos extractivos (minería e hidrocarburos) se desarrollan en zonas de difícil acceso, donde existe escasa o nula presencia del Estado y poca capacidad para garantizar que las empresas respeten normas básicas de derechos humanos.

Escribe: Bruno Castañeda, asistente de investigación del IDEHPUCP

(07.12.2015)