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Opinión 6 de marzo de 2014

Dejando de lado sus intenciones redistributivas, ellas mismas discutibles por su carácter esencialmente arbitrario y clientelar, se trata de una forma de gobernar que difícilmente podría pasar por democrática si por democracia se entiende, básicamente, un régimen centrado en el respeto y la garantía de los derechos y libertades fundamentales. La violencia ejercida contra la población civil, la represión sin frenos contra la protesta en las calles ha cobrado varias vidas y merece ser criticada sin ambages, más allá de lo que se pueda pensar sobre la oposición venezolana o sobre las alternativas políticas que encara ese país.

Pero, en lo que atañe a la vida de nuestro propio país, estos hechos han puesto en evidencia algo más, y es la notoria incoherencia de las colectividades políticas respecto de los valores y principios de la democracia. Izquierdas y derechas, o lo que pasa por tales en un país carente de un sistema de partidos propiamente dicho, han puesto de manifiesto esas inconsistencias en sus pronunciamientos oficiales u oficiosos sobre la represión gubernamental en Venezuela.

Los gremios empresariales y agrupaciones políticas de derecha, por su lado, han condenado el ejercicio de la violencia estatal contra la oposición. Lo han hecho en nombre de los derechos humanos. Y lo han hecho, también, en nombre del derecho de las poblaciones a protestar, a manifestarse, a exigir el respeto de sus derechos y la consideración de sus puntos de vista y sus demandas en las calles, pacíficamente. El derecho a la protesta y a la movilización colectiva es consustancial a la democracia. No en vano uno de los primeros reflejos de cualquier asonada autoritaria es prohibir el derecho de reunión o de asociación.

Sería, pues, muy alentadora esta declaración de las colectividades de derecha peruanas en favor de las libertades civiles y en contra de la violencia estatal. Ella, lamentablemente, no se conjuga con lo que ellas mismas preconizan y sostienen en lo que se refiere a los derechos fundamentales de los peruanos. Si, por un lado, todavía consideran innecesario, cuando no nocivo, hacer justicia sobre las masivas violaciones de derechos humanos durante el periodo de violencia armada, por otro lado se han declarado siempre satisfechos por la represión violenta del Estado contra las poblaciones que reclaman sus derechos en asuntos de explotación minera, defensa de territorios u otros.

Por otro lado, diversas organizaciones que se identifican con la izquierda política han expresado su ambivalencia, cuando no su apoyo categórico, respecto de la forma en que el régimen venezolano ataca a la población civil opositora. Y esto es sumamente decepcionante, pues, si algún aprendizaje podría haber hecho una izquierda renovada en nuestro país en las últimas décadas, es sobre el valor absoluto, no relativo, de los derechos fundamentales y del imperio de la ley por encima de la arbitrariedad del poder. No hay dictaduras buenas y dictaduras malas. No hay represión violenta mejor o peor según el signo político que  ella porte.

La tolerancia de las colectividades de izquierda frente al autoritarismo venezolano nos habla, así, de un aprendizaje incompleto y nos indica que todavía tienen un largo camino por recorrer para llegar a convicciones democráticas más sólidas y permanentes. No se puede convalidar en otros países, en nombre de la simpatía política, aquellos atropellos que se critica y se condena, con razón, cuando se ejercen contra los peruanos y peruanas.

La democracia no es únicamente el resultado de una Constitución y una legislación apropiadas ni de una arquitectura institucional idónea. Leyes e instituciones siempre estarán bajo riesgo de ser desnaturalizadas por quienes ejercen el poder si es que estos carecen de las convicciones suficientes sobre el valor de la legalidad, de los derechos fundamentales, del imprescindible respeto a las minorías. La destrucción silenciosa de las democracias desde dentro, por los propios gobernantes electos, es un fenómeno muy común de nuestro tiempo. Contra ella, hay que confiar en el aprendizaje lento de ciertos valores fundamentales. Si nuestra democracia, trece años después de haber sido recuperada, todavía parece vulnerable y errática, ello se debe en gran medida a la incoherencia evidenciada en estos días frente a la crisis venezolana.