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Opinión 20 de marzo de 2017

Esta situación es distinta de la simple existencia de la mentira en el discurso público. La mentira siempre ha estado presente. Pero ser puesto en evidencia como difusor de falsedades acarreaba una sanción moral y, en el dominio de la política, implicaba pérdida de credibilidad. Hoy no se trata exactamente de engañar. El divorcio entre cierto discurso público y la verdad se ha vuelto incluso más profundo y nocivo. Se trata de decir sin mayor vergüenza que no importa si lo que se dice es cierto o falso, pues frente a determinadas realidades bien pueden surgir con pretensiones de verdad “hechos alternativos”. Lamentable resulta que cierta parte de la opinión pública no halle problemas en aceptar ese fenómeno de honda incoherencia y cinismo.

Es en circunstancias como estas cuando las democracias necesitan de una firme defensa del valor de la verdad. Diversas comunidades en la sociedad tienen una especial relación con el discurso veraz. Una de ellas es, claro está, la comunidad académica. Otra, y de enorme importancia, es la comunidad periodística. Nos ocuparemos de ese deber-ser de las universidades más adelante para señalar ahora cómo la esencia del periodismo estriba en la aprehensión y difusión de la información entendida con objetividad y honestidad, es decir, como discurso con auténtica pretensión de verdad. Es por y para ello que el periodismo se sirve de diversos métodos de averiguación, contrastación y análisis. Y, yendo más lejos, será también sobre la base de la verdad que el periodismo cumpla la inapreciable función de la crítica.

Lamentablemente, al menos en nuestro país, esa conducta no parece ser apreciada. La investigación periodística ha perdido el lugar que alguna vez tuvo y son muchas las informaciones que se limitan a reproducir lo que declaran los políticos o a presentar escenas de delincuencia, accidentes o anécdotas del mundo del espectáculo.

Lo que una democracia necesita es un espacio periodístico en donde el discurso público se renueve permanentemente, espacio que sea apropiado para el intercambio y el cotejo de ideas, lugar donde se pueda discriminar entre los hechos falsos y los verdaderos y en donde se revele lo que el poder quisiera mantener oculto.

En ausencia de ello, la vida pública cae en el vacío, en la insignificancia y, peor aún, en un cotidiano cinismo. Los grandes asuntos públicos, las grandes necesidades de la población, ocupan menos espacio que las noticias de espectáculo. Y así nos vamos acostumbrando a pensar que verdad y mentira, sinceridad y engaño son formas equivalentes de comunicación.

Entendámoslo: la corrosión de la textura moral de la sociedad es un enemigo silencioso de nuestra democracia, y hay que estar siempre en guardia contra ella. Asumamos que el desaliento y desinterés son aliados de las inequidades, la corrupción y el autoritarismo y frente a eso asumamos que el conocimiento veraz y la crítica honesta son expresiones de la verdadera democracia.

Fuente: La República

(17.03.2017)