Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 21 de agosto de 2015

La trayectoria de Matos Mar fue, ciertamente, un permanente intento de comprender y encontrar la suma y cifra del Perú cambiante que le toco vivir: el de las grandes migraciones de mediados del siglo XX y el enorme cambio cultural que sería provocado por ese fenómeno demográfico. Su lectura del país quedará asociada al término “desborde popular” que él acuñó para dar razón de esas transformaciones y para mostrar cómo la institucionalidad existente era rebasada por un país en movimiento. Pero hay que tener presente que se trató, en realidad, de una búsqueda más amplia que se remontaba a la formación de las primeras urbanizaciones marginales —por entonces llamadas “barriadas”— en la Lima de los años 1950. Es en esa persistencia por seguir las diversas instancias de un fenómeno, y por desentrañar lo que este podría significar para el país entero en el largo plazo, donde se pone de manifiesto una vocación de pensamiento integrador que nos hace cada vez más falta.

Esa carencia se hace evidente en la baja calidad de nuestro debate público y, de alguna manera, está vinculada con la ruta tomada por el país en el último cuarto de siglo. Al optar de manera acrítica por el mercado y por la ganancia como único parámetro de lo socialmente deseable, se han abandonado las antiguas preocupaciones por el desarrollo, los debates sobre la calidad de nuestra democracia, las preguntas sobre el tipo de identidad que poseemos y el sentido de futuro que deberíamos procurar.

Ello aparece claramente en el dominio de la política, donde la preocupación por el servicio público o por mostrarse mínimamente conocedores de la realidad del país, de su pasado, de su geografía y de sus culturas ha llegado a ser mal vista por no decir que ha desaparecido. Por otra parte, curiosamente, también en otros ámbitos que deberían ser más receptivos de esas inquietudes, como el periodismo e incluso la academia, la actitud interrogante ha quedado obsoleta, y en su lugar existe un acercamiento liviano, trivial, frívolo y desinformado a la realidad social.

Así, si antes intentábamos auscultar nuestros diversos problemas y procesos para encontrarles un significado histórico, hoy vivimos capturados por una suerte de fetichismo del presente fugaz: vemos fragmentos de realidad y no nos inquieta su integración en una totalidad; comentamos anécdotas y difícilmente nos esforzamos en imaginar sus conexiones con una temporalidad más amplia, y mucho menos con un proyecto nacional.

Se suele decir que el conocimiento del pasado es esencial para imaginar el futuro. Ello es cierto, pero no porque el porvenir esté determinado por el pretérito, sino porque es en la interpretación histórica donde vamos madurando una conciencia, una actitud crítica y una cierta comprensión de nuestras posibilidades y deberes.

Nuestra democracia necesita recuperar esa energía intelectual que antes encontrábamos en las grandes síntesis interpretativas de literatos, científicos sociales, filósofos, historiadores. No todas ellas fueron acertadas siempre. Pero todas, sin duda, nos enseñaban que la búsqueda del sentido es indispensable para una colectividad que persiga madurez, bienestar, democracia, humanidad.