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Opinión 30 de julio de 2018

Nadie que haya estado prestando atención a nuestros asuntos públicos podía desconocer en qué medida la corrupción casi se había consustanciado con nuestra vida institucional. Bastaba observar el elenco de desaprensivos que el fujimorismo ha instalado en control del congreso para tener una medida aproximada de la degradación del espacio público.

Y, sin embargo, resulta de todos modos chocante y desalentador comprobar la sistematicidad asfixiante de esta corrupción, observar que casi todos quienes tendrían que tomar a su cargo la restauración de nuestras instituciones y la defensa de la legalidad se encuentran de un modo, o de otro, comprometidos con este estado de cosas o, cuando menos, dócilmente acomodados a él.

Un aspecto especialmente degradante de la discusión sobre esto es que las autoridades nombradas y electas quieren convencer a la ciudadanía de que donde no hay delito demostrable no existe falta ni responsabilidad que atender. Jueces, fiscales, congresistas aseguran que la única razón por la que tendrían que renunciar a sus cargos sería la existencia de un crimen que les fuera imputable y que hubiera quedado demostrado. No tienen conciencia, o simulan no tenerla, de que el honor, la honra, la respetabilidad son atributos indispensables para ejercer una función pública. Y, tristemente, los medios de comunicación, en su mayoría, siguen con docilidad esa línea de argumentación que parece reducir la democracia a un sistema penal.

Ante esta extenuación de la conciencia moral, de todo sentido del honor, entre las personas que han capturado cargos de autoridad en nuestro país, en todas las ramas del Estado, tenemos que reconocer que el sistema parece incapaz de reformarse a sí mismo. Ni en el Ejecutivo ni en el Legislativo encontramos la solvencia ética, el prestigio social ni la voluntad política para restaurar la legalidad en el país. Y eso nos debería incitar a pensar imaginativamente, a buscar caminos por los cuales, sin menoscabo del marco constitucional que nos rige, se pueda dar alguna señal de regeneración.

Consideremos, por ejemplo, las preguntas siguientes: ¿qué institución puede hoy nombrar o ratificar jueces y fiscales garantizando un mínimo indispensable de limpieza y solvencia? ¿qué confianza nos puede merecer un intento  de reforma de una comisión que ha de trabajar unos pocos días para luego entregar una propuesta la que, para ser aprobada, tendría que pasar, antes, por las manos del actual Congreso?

Es obligatorio que toda reforma del sistema de administración de justicia se realice dentro del marco de la Constitución. Pero ello no excluye medidas de urgencia, no reñidas con nuestro orden jurídico, como podría ser el acompañamiento internacional, como, por ejemplo, mediante una veeduría sobre los próximos nombramientos de magistrados o sus ratificaciones. El Perú necesita urgentemente restaurar la idea de que somos un Estado donde la legalidad existe efectivamente.