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Opinión 7 de noviembre de 2014

Lo dicho no significa necesariamente que la Iglesia esté en camino de adoptar cambios, “revolucionarios” en su acercamiento a todos esos temas. En muchos casos, se trata, en verdad, de regresar a las raíces del mensaje evangélico de amor, y por ello también tolerancia, respeto e inclusión. En todo caso, cabe celebrar desde ya, como signos refrescantes de nuevos tiempos, de tiempos de rejuvenecimiento: la apertura de la Iglesia misma como institución; el aire renovador que debe acompañar al diálogo respetuoso; los gestos que señalan que la Iglesia está abierta a considerarse, como encuentro fraternal para así ocuparse de asuntos que conciernen profundamente al reconocimiento, dignidad y felicidad de todos como seres humanos protagonistas de una vida espiritual y abiertos a un horizonte de trascendencia.

Tolerancia, respeto, inclusión, acogida a las diferencias, son, tal vez, términos muy claramente asociados al lenguaje secular democrático de nuestra época. Pero, desde cierto ángulo, ellos son también otras tantas figuraciones de las verdades y de los mensajes centrales del cristianismo. Al fin y al cabo, la enseñanza cardinal de Jesús existe, para nosotros, en la condensación de los Mandamientos en aquellos dos que son la verdad fundamental del ser cristiano: amar a Dios y amar al prójimo. La vida cristiana, y lo que el cristianismo ofrece como sustrato ético permanente al mundo secular que habitamos, se encuentra en ese núcleo. Buscamos la justicia y la equidad y desarrollamos las instituciones que las hacen posibles porque, sólo amando al prójimo, somos capaces de trascender al Absoluto para así también amarlo.

Toda obra histórica, toda institución, toda colectividad humana está siempre en trance de perder de vista lo esencial de su ser, de extraviarse en la ramificación de reglas, estatutos y elementos formales que necesita adoptar para crecer y organizarse. Pero ese riesgo es, también, una oportunidad para repensarse, buscarse y encontrarse a sí mismo. Ser fiel a su esencia, refrescar el núcleo de su ser, garantiza la vigencia de la Iglesia, como fuerza bienhechora para la humanidad. A esa esencia pertenece su papel profético, de anunciadora de tiempos nuevos. Sabemos que en ocasiones, a lo largo de su historia, la Iglesia no se ha encontrado a la altura de los tiempos, y ha brindado la imagen de una institución rígida que no mira con la suficiente atención –con la suficiente caridad–  al mundo  en que vive y debe actuar. Su esencia, sin embargo, es otra: encarnarse en el mundo para hacerlo mejor, acogiendo al vulnerable, y así con voz profética –que no es la del mandato castrense– iluminar los tiempos venideros.