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Opinión 6 de agosto de 2018

El fenómeno de la corrupción ocupa la atención pública por oleadas. Cada ola parece más grande –más grave—que la anterior y tiende a hacer que se la olvide. Pero conviene no perder de vista que se trata de momentos de una misma corriente. Antes de la irrupción de las grabaciones de jueces, fiscales y otros personajes públicos, estábamos atónitos por la trama corrupta de Odebrecht que involucra a autoridades, políticos y grandes empresarios. El verano de este año estuvo dominado por una polémica sobre negocios inexplicados del entonces Presidente de la República, intentos de destitución, un indulto contrario al derecho y a la moral y finalmente la vergonzosa renuncia del jefe de Estado.

No es extraño, por ello, que cuando nos proponemos tomar en serio la medida del actual escándalo de corrupción, sea forzoso ir más allá de las indispensables acciones judiciales. Se hace necesario, en realidad, hablar de una reforma general de nuestro sistema político. No es solamente el sistema de administración de justicia el que necesita una transformación. Se podría decir que todo el sistema de manejo de nuestros asuntos públicos se encuentra corroído por la corrupción. Y eso abarca desde decisiones políticas “fundantes”, como la elección de autoridades, hasta la ejecución de las pequeñas obras necesarias para atender necesidades básicas, pasando por la definición de las políticas públicas y muchas otras decisiones del Estado que inciden en nuestra vida cotidiana y que determinan el destino de millones de ciudadanos.

No es difícil, por poner un ejemplo especialmente dramático, imaginar las conexiones entre los grandes y pequeños latrocinios públicos y la pérdida de vidas de nuestros conciudadanos del sur andino en las épocas de heladas, así como su profundo empobrecimiento por la muerte de su ganado.

La corrupción, recordémoslo, tiene una dimensión penal –crímenes tipificados que pueden y deben ser perseguidos–, pero también tiene una dimensión moral. Los políticos pretenden convencernos de que, si sus acciones no llegan a ser un delito tipificado y probado, entonces son actos aceptables, tolerables y hasta correctos. Eso no es cierto. La corrupción, en el sentido moral del término, es tan grave como la corrupción tipificada legalmente. Y esa corrupción moral ha impregnado prácticamente todas las instancias del poder institucional, con muy escasas excepciones.

Una transformación de nuestras instituciones reclama, desde luego, una serie de decisiones normativas y una enorme tarea de reorganización. Demanda, también, la creación de algún mecanismo que haga funcionar efectivamente a la justicia para sancionar delitos. Pero también requiere la recuperación de una noción completamente desvanecida en nuestro país como es la noción de servicio público. La idea de que la autoridad pública es un compromiso de servicio a la ciudadanía ha desaparecido, y ello, en gran medida, se vincula con la inexistencia de partidos políticos, de organizaciones que sean escuela de liderazgo político con principios cívicos. Mientras ese aspecto cultural de nuestra política no sea transformado, los cambios institucionales y normativos resultarán insuficientes o pasajeros.