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Opinión 17 de abril de 2015

Sabemos que el desarrollo es un fenómeno multifacético. Hoy en día es inaceptable reducirlo a su sola dimensión económica, aunque ese aspecto del desarrollo posea una importancia imposible de desconocer. Junto con la creación de riqueza, se hace necesario un decisivo avance en los ámbitos social y político de modo que se haga posible que ella se distribuya equitativamente entre la población y que, por tanto, se traduzca en un verdadero bienestar colectivo.

Hablar de gobernabilidad equivale a plantearse las cuestiones relativas a ese desarrollo económico, social y político. Significa, en un sentido general, propiciar las condiciones para que un Estado y una sociedad puedan movilizar con eficiencia sus recursos hacia el cumplimiento de ciertas metas definidas.

En efecto, los grandes objetivos que se traza una sociedad –por ejemplo, el de la industrialización o el de la reducción de la pobreza– no se obtienen  simplemente por un acto de voluntad política. No basta la determinación de un gobierno ni es suficiente, siquiera, un amplio consenso político y social para que ciertas metas de transformación colectiva sean efectivamente alcanzadas. Si la voluntad de obrar es importante lo es, en igual o mayor medida, la existencia de ciertas condiciones en la organización social, ciertos arreglos duraderos entre Estado y sociedad que permitan que esa voluntad y la acción de gobernantes y gobernados rinda los resultados deseados. Es necesario, en pocas palabras, que esa sociedad sea gobernable.

Ahora bien, no es fácil precisar qué es lo que  se ha de entender por una sociedad gobernable. Lo seguro, en todo caso, es que no cabe confundir la gobernabilidad con la sumisión o docilidad de una sociedad a sus autoridades de turno. Antes bien, puede significar lo contrario: la relativa autonomía de una sociedad respecto de sus gobernantes transitorios, en la medida en que aquélla ha asimilado cierto orden duradero, cierta forma de organizarse eficiente –es decir, acatada y cumplida por sus pobladores– y que no cambia con el viento.

Lo dicho nos remite con mucha naturalidad, desde luego, al tema de la institucionalidad. Los esfuerzos que se hacen en un país podrán ser fructíferos, y una sociedad podrá avanzar hacia una meta definida, en la medida en que existan ciertos modos de actuar permanentes, y por tanto previsibles, y sujetos a reglas generales y no al capricho personal. En sus grandes rasgos, la consolidación de las instituciones –proceso vinculado muy estrechamente con el fortalecimiento del Estado de Derecho– se encuentra en la base de la gobernabilidad que, a su vez, es factor indispensable del desarrollo.

Se ha dicho, por otro lado, que una de las características del subdesarrollo es la falta de acumulación. Al respecto es necesario comprender que esta afirmación no se refiere única ni principalmente a la acumulación de bienes materiales; se relaciona, en medida muy importante, con el incremento del saber, es decir, con el aprendizaje que se deriva de las experiencias colectivas, el que permite corregir errores, afinar las políticas que se deben seguir y desechar las que se revelen como  defectuosas y repetir las que hubieren resultado exitosas. Hay bastante más que decir sobre el tema. Lo haremos más adelante.