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Opinión 31 de marzo de 2017

Ahora bien, pasado lo peor de la emergencia, vendrá la tarea inmensa de la reconstrucción. El Estado peruano no tiene una historia muy alentadora sobre esto último si se toma como precedente el terremoto que destruyó zonas enteras de Ica en el 2007. Hará falta pues, mucha vigilancia ciudadana para que la recuperación de las zonas afectadas esta vez se realice con diligencia, pero también con transparencia y pulcritud financiera.

De otro lado debemos asumir que calamidades como las que estamos experimentando no solo demandan la acción del Estado. Requieren también de una vigorosa movilización ciudadana. Nos encontramos en una situación en la cual deben ponerse en movimiento las reservas de empatía y, sobre todo, de conciencia de ciudadanía que nacen de nuestra sociabilidad.

Se ha visto en estas semanas un alentador movimiento de solidaridad. Esta se expresa en diversas iniciativas de voluntariado entre ellas el envío de ayuda a la población afectada. Pero será necesario que eso se mantenga cuando las lluvias, desbordes y aludes hayan cesado y cuando la emergencia deje de aparecer en las pantallas de televisión. Y ello porque aún entonces, quedarán centenares de miles de personas que lo han perdido todo, confinadas en zonas inhabitables, expuestas al hambre y a las enfermedades y, seguramente, abatidas por la desesperanza y la zozobra.

Hemos de comprender que mantener la solidaridad cuando la sensación de emergencia ha cesado requiere de otros recursos o fortalezas que trascienden la reacción emocional, aunque esta misma ya encierre un claro valor de empatía. Cuando lo inmediato haya ya pasado se hace necesario que conservemos una sociedad organizada poseedora de la sensibilidad moral que entiende lo que es el bien público, y la necesidad de consolidar una cultura cívica o ciudadana.

En las últimas décadas hemos tenido la impresión de que todo aquello –esa capacidad para preocuparse por los demás aunque sea respetando pasivamente sus derechos– ha sido disuelto por sucesivas crisis y fenómenos, entre ellos la hiperinflación, la violencia armada, los rápidos cambios demográficos, la debacle de nuestro sistema escolar, la agudización del desempleo y de la informalidad. Todo lo mencionado nos habla de un país necesitado de una reconstrucción tal vez más difícil que la material; una reconstrucción moral y, también, política: es decir convencernos de la necesidad de reedificar los lazos que nos unen a unos con otros y la urgencia de recuperar nuestro sentido de responsabilidad. En suma, se nos impone la tarea de restaurar o, quizá, de establecer por primera vez una comprensión genuinamente republicana de la comunidad nacional.

Los meses y años por venir –pues ese es el horizonte temporal en el que hay que medir lo que enfrentamos a partir de esta emergencia– debieran servir, también, para mostrarnos cuánto de ese sentido de solidaridad estable, permanente, hemos podido recuperar e internalizar. Esa es nuestra otra emergencia, una emergencia duradera.

Escribe: Salomón Lerner Febres, presidente ejecutivo del IDEHPUCP, para La República.

(31.03.2017)