Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 18 de diciembre de 2015

La moderación en política nace de la valoración del pluralismo: sabemos que vivimos en un mundo de aspiraciones y concepciones diferentes del bien, orientaciones e ideologías dispares que tienen legitimidad en la medida en que no preconicen el atropello de los derechos y la dignidad de los demás. Pero ella también nace de nuestras facultades críticas y autocríticas, de la capacidad o, tan importante como eso, de la actitud hacia el permanente examen de nuestras propuestas de acción.

Hay circunstancias en la vida democrática de las naciones en que la moderación, la prudencia, el examen equilibrado, el cultivo del disenso civilizado son percibidos como valores negativos o como debilidades. Algunas de las grandes democracias del mundo parecen estar entrando en una fase parecida en estos tiempos. Y el motor de esa oscilación no es otro que el miedo originado en la amenaza del terrorismo, que, por un lado, hace que grandes sectores de la población reclamen a un “líder fuerte” que los pueda proteger y que, por otro lado, es alentado y explotado por los demagogos y los extremistas.

El extremismo, en particular el de derecha o conservador, está disfrutando de cierta popularidad en estos tiempos en países como Francia y los Estados Unidos como resultado de la amenaza que supone el Estado Islámico. Esa amenaza violenta ha venido a prestar apariencia de legitimidad a fobias más antiguas que desde hace décadas sirven para robustecer a la apelación “neofascista” en Europa: la aversión a los inmigrantes. En los Estados Unidos, ello se presenta como una ola de “patriotismo” y como un ansia de hacer demostraciones de fuerza que brinden a la población una cierta sensación de seguridad.

El terror es hoy un aliado del extremismo y un enemigo de la moderación. Decir esto no equivale a restar importancia a una amenaza real ni mucho menos a promover la debilidad o la indolencia. Rechazar el extremismo en la democracia significa defender la razón de ser de ese régimen, resaltar que lo que hace de él una forma valiosa de organizar la vida política es su capacidad para afrontar los problemas más graves y acuciantes dentro del respeto a los derechos fundamentales y dentro de una cierta filosofía humanista. Esto es, una forma de pensamiento político que coloca a la dignidad de lo humano como un valor supremo que jamás puede quedar subordinado a la razón de Estado ni a las ideologías del “patriotismo”, que usualmente nos conminan a suspender la crítica y a adoptar un espíritu gregario.

La cultura democrática en nuestro tiempo enfrenta, así, un doble desafío. Uno viene de fuera, del extremismo violento de las diversas organizaciones terroristas. El otro viene de dentro, de la demagogia y de los ideólogos de la exclusión y la fuerza ciega de las armas.