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Opinión 27 de marzo de 2018

Penosas han sido las circunstancias que marcan la renuncia del presidente Pedro Pablo Kuczynski. Un intento burdo de tráfico de influencias para evitar su vacancia presidencial corona 600 días de gobierno que quedarán como un pie de página en la historia nacional, pero que siguen marcando una lamentable trayectoria de debilitamiento del sistema democrático.

Kuczynski nunca entendió a cabalidad las razones por las que fue electo en el cargo más importante del país. Se le exigía que marque clara distancia con un grupo político que nos hacía recordar un periodo oscuro de nuestra historia pero, durante todo su mandato, se empeñó en quedar bien con ellos, a pesar que hacían grandes esfuerzos por recordarnos los atropellos de la década de 1990.

Se comprometió a no indultar al expresidente Alberto Fujimori, quien no cumplía los requisitos para merecer una gracia presidencial, y terminó haciéndolo con una serie de irregularidades que son objeto de estudio por la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Debía ser firme contra la corrupción del pasado y la actual, pero no nos dijo la verdad sobre sus conflictos de intereses y terminó dejando el cargo en medio de acusaciones de compra de votos. Dijo que reactivaría la economía y la deja con las inversiones detenidas. Frivolidad combinada con ineficiencia terminó siendo la peor combinación.

No cabe duda que la principal responsabilidad de la crisis que vivimos se debe al renunciante mandatario. Pero cabe mencionar que buena parte de la culpa también se encuentra en una clase política que no ha entendido a cabalidad el rol que se espera de ella. Un movimiento familiar que viene sacrificando al país en medio de una disputa fraticida. Una izquierda que aún no comprende que las reformas al mercado y al Estado no implican sacrificarlo todo. Un conjunto de grupos políticos que busca salvarse del desprestigio luego de las revelaciones del caso Lava Jato.

Y también existe una cuota de responsabilidad en la ciudadanía. La cada vez mayor lejanía que se tiene frente a la actividad política resulta peligrosa, debido a que se deja en manos de políticos irresponsables la viabilidad de nuestro país. Nuestro compromiso ciudadano debe ser mayor para interesarnos en una actividad que, si bien no impacta directamente en nuestros bolsillos, puede ayudar a que tengamos un mejor ejercicio de nuestros derechos.

Por ello, el flamante presidente Martín Vizcarra tiene por delante una tarea titánica. En particular, su principal deber es devolver la confianza a los ciudadanos sobre la política. Y ello implica un ejercicio sabio, austero y honesto del poder que recibirá el día de hoy. También supone que retome algunas banderas de reforma que fueron dejadas de lado por su breve antecesor y que sepa, claramente, que los rivales de la democracia seguirán al acecho. Sobre todo, es imprescindible que su gobierno tenga el signo de la lucha contra la corrupción y la reforma política. 

Pero también es una oportunidad para quienes deseamos que nuestro país sea un mejor lugar para vivir. Es momento que nuestro compromiso para que el Perú tenga una democracia saludable, con pleno respeto a los derechos de todos y con mayores oportunidades sea renovado y extendido. Esperamos que nuestras leves esperanzas de cambio no sean nuevamente traicionadas, como terminaron en una breve presidencia que terminó marcada por el sabor de la felonía.