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Opinión 20 de agosto de 2018

A lo largo de ese tiempo ese documento se ha mantenido presente en la discusión pública nacional. Esa prolongada vigencia de un informe oficial, nada frecuente en nuestro país, nos da una medida de su importancia y de su solidez. Indicio indirecto de ello son, también, los esfuerzos estériles por poner en cuestión lo ahí señalado por parte de sectores negacionistas y autoritarios, intentos basados en calumnias y mentiras flagrantes.

Conviene recordar lo que dicho informe sostuvo, pues hasta ahora nuestra sociedad se resiste a asimilarlo. La Comisión fue encargada de investigar los crímenes y violaciones de derechos humanos cometidos durante el periodo de violencia armada y de proponer medidas para enfrentar las secuelas de la violencia. Pero si ese era su mandato legal, ella tenía una enorme obligación moral: ser la vía para el reconocimiento y el resarcimiento a las víctimas.

Por ello, la Comisión tomó como fuente principal de su trabajo los testimonios de las víctimas. Se llegó a recopilar casi 17 mil testimonios. Difícilmente se encontrará otra investigación sobre la violencia, o sobre otro asunto de trascendencia nacional, que haya realizado un trabajo parecido. Se trataba de oír a las personas afectadas –que eran, también, personas históricamente marginadas– con una actitud de respeto y con una intención de reconocimiento.

Sobre la base de esa información, y mediante investigaciones complementarias de diversas disciplinas, la Comisión estableció en su Informe Final ciertas verdades que hasta ahora nadie ha logrado rebatir. La primera de ellas es, por fuerza, la existencia de víctimas. Parece una verdad obvia, pero era, y es, una verdad a la que no queremos prestar atención. Se habló de casi 70 mil personas muertas o desaparecidas. Se señaló la existencia de más de 4 mil sitios de entierro clandestino. Se registró nombres de más de 8 mil personas desaparecidas, cifra hoy duplicada por la continuidad del registro.

Donde hay víctimas hay responsables. La Comisión señaló categóricamente que Sendero Luminoso fue el principal responsable de esa tragedia por el número de víctimas causadas y por haber sido el que inició de una violencia en la que desde el inicio empleó tácticas terroristas. Sendero Luminoso fue señalado como responsable de delitos atroces que se califican como crímenes contra la humanidad.

Ninguna investigación previa había demostrado específicamente el carácter intrínsecamente criminal de esa organización. Pero al lado de esos crímenes, están también los cometidos por agentes de las fuerzas armadas y policiales. Fueron, también, crímenes atroces que no pueden ser negados. Negarlos o trivializarlos es ultrajar una vez más a las víctimas de siempre.

La Comisión señaló todo aquello con cifras, testimonios, documentos y análisis. Y sobre todo hizo un llamado a atender a las víctimas y a transformar nuestras instituciones para hacer del Perú una sociedad más humana. Ese llamado por desgracia, todavía no ha sido atendido.