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Opinión 6 de junio de 2016

Si bien hemos atravesado ya por cuatro elecciones presidenciales consecutivas desde el año 2001 ello no basta para decir que la democracia esté definitivamente asentada en el país. Dejando de lado la posibilidad de golpes de estado u otras formas de interrupción abrupta del estado de derecho, lo cierto es que hay muchas formas diversas de socavar un orden democrático desde el ejercicio del poder. Los resultados electorales nos colocan ante ese riesgo y nos obligan a observar críticamente el escenario en los próximos años.

En primer lugar, se debe considerar que la organización fujimorista que en estas elecciones compitió con el nombre de Fuerza Popular ha conquistado una amplia, diríase inédita, mayoría en el Poder Legislativo. Si se toma como medida referencial el pasado de tal organización, hay razones para la preocupación. Durante la década de 1990, el fujimorismo se comportó en el Congreso bajo el supuesto de que el tener mayoría le daba derecho a hacer su voluntad sin ninguna consideración ulterior. No se respetó los derechos de las minorías e incluso se hizo una manipulación aviesa de los procedimientos del Congreso para aprobar leyes o tomar otras decisiones de manera subrepticia.

La fuerza del número nunca es razón suficiente en una democracia. La democracia es un régimen en el que los procedimientos y las delimitaciones constitucionales al poder político son esenciales. No respetar esos procedimientos y esos límites es socavar la democracia. La ciudadanía debe permanecer, pues, vigilante ante esos peligros.

El otro ámbito grande de preocupación es el del respeto de los derechos fundamentales de la ciudadanía. En los años transcurridos desde la transición a la democracia se ha avanzado gradualmente en esa dirección, pero no lo suficiente. La tendencia a vulnerar esos derechos desde el poder, o la negligencia estatal en la protección de los mismos, sigue siendo un aspecto débil de nuestra democracia. Hay, por lo demás, poblaciones especialmente vulnerables a la violación de sus derechos: mujeres, pueblos indígenas, población LGBTI, niños y niñas, son algunas de esas categorías de ciudadanos especialmente descuidados, cuando no agredidos, por el poder estatal.

El nuevo escenario de poder político en el Ejecutivo y en el Congreso resulta preocupante en esta perspectiva. Las posibilidades de que la exclusión de derechos se ahonde son bastante visibles. En el tiempo que se abre ahora la sociedad peruana necesita fortalecer su tejido organizativo, robustecer sus órganos de vigilancia, multiplicar los medios de comunicación y de expresión que sean críticos e independientes. La vigilancia ciudadana puede no ser el remedio único y suficiente contra el abuso de poder, pero sí es una condición indispensable para ponerle atajo.

La libertad de expresión y el ejercicio libre de la opinión son, así, elementos centrales para el proyecto democrático que cabe defender. Es importante mencionarlo, pues todavía persiste el recuerdo de cuando el poder político convirtió a la mayor parte de la prensa en simples cajas de resonancia de sus intereses. La prensa sometida de los años 90 fue uno de los espectáculos más sórdidos del autoritarismo de aquella época. Pero hay que tener presente que hay muchas formas de corromper la función de la prensa. Algunas veces ello ocurre por la coerción o el soborno del poder político. Pero, otras veces, esa corrupción proviene desde los propios medios de comunicación, cuando la indispensable línea divisoria entre interés económico y ética periodística es borrada. En el Perú posterior a la transición política se ha visto, por desgracia, muchos ejemplos de faltas graves a la ética del periodismo que llegan hasta los límites la mentira flagrante. La prensa tiene una enorme responsabilidad con la democracia: la responsabilidad de ser independiente, de ser veraz, de ser plural y de ser crítica. Y el poder político tiene la obligación de abstenerse de toda forma de manipulación, de coacción o de soborno a los medios de comunicación.

Se tiende a pensar en la vitalidad y la legitimidad de una democracia principalmente desde un punto de vista institucional. Pero una democracia depende, fundamentalmente, de lo que su ciudadanía sea capaz de hacer y esté dispuesta a hacer en defensa de sus derechos: de los derechos de cada uno y de los derechos de los demás. Una ciudadanía indiferente o apática es el terreno más fértil para el autoritarismo. Una vida pública volcada a la crítica, a la participación, al compromiso activo y al diálogo es un escenario más exigente para todo gobierno. Los ciudadanos pueden enseñar a sus gobiernos a ser democráticos mediante su expresión pública y su disposición a levantar la voz ante atropellos y su capacidad para hacer propuestas.

En el tiempo político que se abre para el Perú la democracia necesita más que nunca de su ciudadanía. A ella le corresponderá lograr que, en los próximos años, el régimen recuperado en el año 2001 se mantenga y que se perfeccione.

Escribe: Félix Reátegui, investigador y asesor del IDEHPUCP