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Opinión 10 de marzo de 2017

La historia transcurre en un barrio de Miami, en el estado de Florida, pero es evidente que el drama que ella encarna trasciende ese asentamiento geográfico. El fenómeno del autorreconocimiento y la búsqueda de respeto por los otros; de la afirmación de sí mismo y el enfrentamiento con los prejuicios del entorno, todo ello configura vivencias cruciales en cualquier sociedad. Esto se hace más grave al haberse convertido en un tema especialmente cuestionado en una época en la que la intolerancia, el fanatismo, el racismo y cierto moralismo hueco –centrado en formas que no en valores– parecen resurgir e imponerse en diversas sociedades.

En el centro de la historia se halla latente todo el tiempo la idea de la marginalidad. Mas si algo debería quedar claro es que ella no se encuentra en la persona marginada en sí misma sino que es más bien una creación del entorno, de la sociedad, para sancionar así a todos aquellos que no se someten a lo tenido por “normal” o “respetable”.

Entender esto –la condición de invención social que tiene la marginalidad, el hecho de que ese estatuto no se asienta en el sujeto marginado sino en la colectividad que así lo define– es fundamental para mejorar las condiciones de vida de millones de personas en el mundo.

Se trata de comprender hasta donde muchas veces nuestros prejuicios y nuestras ideologías, disfrazadas de valores y amparadas en el poder del número, condenan a la infelicidad y al sufrimiento a nuestros semejantes, ello al punto que empuja a sus víctimas a no reconocerse ni aceptarse ellas mismas.

Ignorar, excluir y maltratar al prójimo es uno de los más viejos y repudiables rasgos de la cultura en nuestra sociedad. Pobreza, raza y género han sido históricamente pilares sobre los que se levanta la exclusión en el Perú. (ambien) Ser pobre, ser mujer y ser indígena ha significado en muchas ocasiones el verse condenados a la negación de sus derechos y oportunidades. Y si bien algo se ha avanzado, ello no nos ha evitado el enfrentarnos a ejemplos terribles No hay dudas de que la tarea que queda por delante, es ardua. Nuestra tendencia al prejuicio está hondamente asentada y hoy la vemos manifestarse una vez más, cuando combate de modo superficial la igualdad de género y con ella niega respeto y dignidad de las personas por su orientación sexual. Coletazos de una cultura de la marginación que se niega a desaparecer.

Luchemos, pues, por la esencial dignidad de todo ser humano e invitemos a nuestra población para que desde su niñez entiendan que la fraternidad es un valor primero que ha de resistir embates de aquellos que no han comprendido aún lo que es la naturaleza y dentro de ella la conducta buena de las personas, aquella alejada de prejuicios y que hace de la justicia, la tolerancia y la caridad valores fundamentales.

Fuente: La República

(10.03.2017)