Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 29 de agosto de 2014

Es evidente que el Estado no ha puesto interés en ese trabajo. Nuestras instituciones y, más ampliamente, el lenguaje público todavía llevan las marcas de un país sin conciencia clara del pasado. El Estado, o sus autoridades, conservan una vocación autoritaria que aflora de la manera más cruda cuando los ciudadanos se movilizan en defensa de sus derechos. Los funcionarios públicos o quienes aspiran a serlo se permiten, todavía, con la complacencia de la prensa, tratar con desdén, si no con abierto desprecio a los peruanos que consideran inferiores. Apenas pocos años después del trabajo de memoria de la CVR, un ministro de Estado se atrevió a referirse a la población andina como “llamas y vicuñas”. ¿Su sanción? Fue nombrado representante del Perú en la OEA.

Más allá del Estado, nuestro discurso público se halla teñido, todavía, de esa inconciencia. Fuera de ciertos pequeños reductos, el racismo, la violencia verbal y física contra la mujer, la soberbia basada en la riqueza, todo ello forma parte de una cotidiana sordidez. A eso se ha sumado con más virulencia, en los últimos tiempos, la intolerancia contra las minorías sexuales expresada de forma soez en la prensa y, una vez más, por autoridades electas o nombradas.

Es necesario, por tanto, que los sectores más sanos de nuestra sociedad insistan en promover una memoria de la violencia. Esto tiene, por lo menos, dos dimensiones. Una es promover el recuerdo de quienes fueron víctimas directas de las organizaciones terroristas y de agentes del Estado. Eso implica instalar en nuestro recuerdo sus rostros y sus nombres, pero también llamar la atención sobre los crímenes cometidos y sobre los responsables. Asimismo, esto demanda nuestro respeto y nuestra solidaridad: insistir en un programa efectivo de reparaciones y en iniciativas de memoria genuinas, que no disuelvan la historia en un equilibrio espurio, es parte de esa obligación.

La otra dimensión trasciende a las víctimas, sin excluirlas, para englobarnos a todos. Hacer memoria es también reflexionar sobre las raíces de la violencia armada y, más que eso, sobre la extrema vulnerabilidad de la vida humana en el Perú en situaciones de crisis. Instituciones, cultura, formas políticas se confabularon para hacer más profunda la tragedia. Desde esta óptica, hay una turbadora conexión entre aquellas muertes en medio de una violencia armada y la indignante muerte de niños y niñas del sur andino, cada año, hasta el día de hoy, en tiempos de heladas. La vida de los pobres sigue valiendo muy poco para quienes tienen poder.

Hay, pues, crudas y amargas verdades que aprender todavía. Si son asumidas, esas verdades también pueden ser liberadoras: pueden dignificar y pueden salvar vidas. Pueden hacernos más humanos. No otra cosa propuso la CVR hace once años. Todavía estamos a tiempo de escuchar y aprender.