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Opinión 30 de noviembre de 2021

Escribe: Laura Arroyo (*)

El año del bicentenario peruano será recordado por hechos diversos, pero todos intensos. Desde un proceso electoral feroz -y sus consecuencias- hasta la pandemia, que en Perú ha dejado lamentables cifras y evidenciado las limitaciones silenciadas de nuestro sistema económico, sanitario, político, etc., hemos sentido una fuerte marea. Para quienes trabajamos con las palabras un asunto de fondo por ser abordado en el contexto de este año es, precisamente, el quiebre de las palabras. Hemos visto cómo muchas de ellas, constitutivas de nuestra identidad y cimiento de nuestros principales consensos, fueron desvirtuadas, utilizadas antojadizamente, mentirosamente y hasta contradictoriamente. Y en ese ejercicio de irresponsabilidad lingüística no puede olvidarse que la batalla de las palabras es en realidad la batalla de las ideas, y que al quebrarlas lo que perdemos es mucho más que un diccionario.

Pensar en el 2021 peruano en términos de palabras supone pensar en bicentenario, esta palabra que a estas alturas nos suena más a un baúl vacío, es decir, una apelación estrictamente temporal antes que a un significante interpelante o aglutinador. Una palabra que inició su recorrido como sustantivo dotado de cierta épica, pero que, a estas alturas, es solo un adjetivo que remite al tiempo pasado y al hoy que ya se acaba. Más sentido épico cobró otra palabra que iba de la mano con ella: independencia.

«El 2021 sería imposible de narrar sin considerar la palabra democracia, una palabra a la que dotamos de sentido colectivo en un antagonismo muy específico: en contra de la dictadura fujimorista. Sin embargo, este fue el año donde el significante pasó a ser útil para ese antagonista.»

Durante el proceso electoral cobró cierto peso y nos remite antes que a un concepto a una pregunta: “¿de quiénes?”. Es así como en esta palabra se concentra un debate de fondo sobre el quiénes somos en términos identitarios pero también aquello a lo que aspiramos; un debate sobre proyectos de país distintos. Entre esa “segunda y verdadera independencia” enunciada en campaña por Verónika Mendoza y el aplauso al rey Felipe VI, con disculpas incluidas, por parte de un congresista del bloque conservador por algunos comentarios en el primer mensaje presidencial de Pedro Castillo, no solo hay una enorme distancia, sino dos formas de entender el país a través de su proceso de independencia. Nuevamente, la palabra. La victoria de Castillo nos remite también a la palabra en un marco de reconocimiento crítico de un proceso del que el Perú salió con ganadores y perdedores, y donde esos perdedores siguen siendo el Perú de “los pobres en un país rico”.

Pero el 2021 sería imposible de narrar sin considerar la palabra democracia, una palabra a la que dotamos de sentido colectivo en un antagonismo muy específico: en contra de la dictadura fujimorista. Sin embargo, este fue el año donde el significante pasó a ser útil para ese antagonista. Vimos cómo la hija de la dictadura se convertía en la candidata de la democracia frente a un nuevo antónimo surgido de este quiebre del sentido de ‘democracia’: el comunismo. Las palabras y la política van siempre muy de la mano. Para que este nuevo versus lingüístico se abriera paso hacía falta antes despojar de sentido a esta palabra. Pero, insisto, este no es un tema de léxico, sino de ideas y de poder. Al despojar ‘democracia’ de sentido, se vulnera y quiebra el sistema democrático en sí. Y aunque esta crisis no sea nueva la vivimos ahora en un contexto donde en la batalla de las palabras el rótulo ha quedado vacío. La vacancia, como una forma de ejercer oposición en esta nueva normalidad del quiebre de las palabras, es una evidencia de que lo que hemos perdido es más que una palabra. Es un consenso.

Mirando hacia adelante e intentando pensar en escenarios en disputa tenemos república. Tal vez con menor notoriedad, esta palabra funciona dentro de una cierta aceptación y sentido común compartido. Sin embargo, no goza de masividad. Tal vez el candidato Julio Guzmán fue quien más explícitamente apostó por colocar el término sobre el tablero aunque con poco éxito. Lo cierto es que, al igual que con independencia, nos surge antes también la pregunta: “¿de quiénes?” Nuevamente una diferenciación entre proyectos de país y el momento político actual nucleados en esta palabra. Mientras algunos apuntan a los valores republicanos, hay quienes ponen otro término sobre la mesa que, aunque no es excluyente, muestra prioridades. Este concepto es ‘estado’. Reconocer el desplazamiento de los sentidos comunes tras y por la pandemia hacia una mirada colectiva a las urgencias y, por tanto, a la recuperación del rol del ‘estado’ como garante de derechos debería ser una obviedad. Esa disputa también sigue abierta.

Finalmente, no quiero dejar de mencionar la palabra constitución como otro significante en disputa que ha entrado en el centro del debate político con especial protagonismo. Una palabra que para algunos es un rótulo de identidad política, para otros supone la “peor amenaza”. Esta palabra no refiere ya a la Carta Magna que nos rige, sino al momento político de cambio posible. Con dudas y preguntas, la palabra constitución define el escenario político colectivo del país en estos momentos y toca tomarse en serio también la tarea por construir con ella o a partir de ella ciertos consensos plurales.

Para reconstruir el Perú que nos ha quedado es preciso recuperar las palabras y los sentidos comunes. Y para ello necesitamos a todos los actores del espectro político que estén dispuestos a entrar en los consensos en lugar de vulnerarlos. La batalla de las palabras es la batalla de nuestra época en un escenario de quiebre como el peruano, pero también en un contexto internacional donde se libra la misma lucha por los sentidos. Tal vez podamos empezar por volver a encontrar una palabra que nos nombre. Y solo eso sería bastante.


(*) Lingüista y responsable de formación de Podemos (España)