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Opinión 2 de octubre de 2015

Inició su discurso reconociendo el importante trabajo que ha venido realizando la ONU a lo largo de setenta años como instancia que promueve el consenso de las naciones en torno a la preservación de la paz y la defensa de los derechos humanos en el mundo y rindió homenaje a quienes perdieron la vida en las misiones de paz en lugares convulsionados por la violencia. Puso énfasis en que el propósito del orden internacional implica que todos los países asuman “una participación y una incidencia real y equitativa en las decisiones”. Participación que ha de extenderse hasta el mismo Consejo de Seguridad y los más altos organismos financieros.

Tema central del discurso fue la distinción entre la prosperidad económica y el desarrollo de los pueblos. La idea de desarrollo o bienestar implica la reducción de las desigualdades económicas y sociales, la defensa del derecho y las exigencias de la justicia, que implican imponer límites al poder que pueda detentar un reducido grupo de personas en la política y en la economía. Solo Dios ha de ser reconocido como Omnipotente y por ello ningún ser humano puede pretender afirmarse a sí mismo por encima de las leyes y la justicia. Los pobres y excluidos son víctimas –señaló Francisco– de un mal uso del poder sobre la sociedad y sobre la naturaleza. Dios ha encargado el cuidado de sus criaturas –las especies animales y vegetales– y de los recursos naturales al ser humano, de modo que se atienda sensatamente a sus necesidades.

Afirmó asimismo que “la exclusión económica y social es una negación total de la fraternidad humana, y un gravísimo atentado a los derechos humanos, y al ambiente”. Esto se ha generado en sociedades en las que se practica el individualismo, una “cultura del descarte”, que desconoce la dignidad de los individuos y lesiona los derechos de los sectores más vulnerables en el mundo. Las personas más débiles están expuestas a la trata ilegal y a convertirse en víctimas de diferentes formas de injusticia. Alentó a crear una conciencia muy clara en torno a la necesidad de proteger a quienes han visto recortadas sus libertades y oportunidades de realización por la acción de ideologías que pretenden legitimar la exclusión de los mal llamados “desechables”.

Quedó pues en claro que el Papa defiende el acceso de todas las personas a los bienes materiales y espirituales que hacen posible una vida integralmente desarrollada. El Estado y las organizaciones sociales –incluida la Iglesia– deben trabajar en ello. La justicia y la caridad –que la supone– se alzan aquí como valores cruciales. Sólo la búsqueda de lo que cada persona merece en razón de su dignidad, así como el cuidado amoroso de todo ser humano sin discriminación, pueden impulsar la acción social y política hacia el desarrollo integral de los pueblos.