Por Iris Jave (*)
En el Perú, asistimos hace más de dos décadas a un proceso de conmemoración que ha dado lugar a formas y emprendimientos diversos para recordar los hechos y víctimas de la violencia entre 1980 y el 2000. La forma más extendida han sido los lugares de memoria, iniciativas materiales o inmateriales que adquieren una significación poderosa para determinados colectivos o comunidades (Nora 1997). Así, un lugar de memoria puede ser un espacio físico, una fecha simbólica o un objeto -entre otras formas de soporte digital, temporal o híbrido- que buscan convocar a actores y sectores y sus memorias sobre un hecho traumático.
Pero estos lugares han dado lugar a debates y luchas sobre las memorias y sentidos del pasado entre diversos actores políticos y sociales que intentan posicionarse con una narrativa determinada que sea útil a su legitimación social. Algunos sectores utilizan el ataque y el terruqueo como una estrategia para esa legitimación; pero también identificamos iniciativas que están disputando un espacio para el reconocimiento de sus demandas e incluso de sus identidades. Las víctimas del conflicto armado interno han liderado sus demandas de justicia, verdad, reparación y memoria, junto con una lucha permanente por ser reconocidos como ciudadanos y ciudadanas. El liderazgo de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (ANFASEP), creada en 1983, en el proceso de gestión social y política del Santuario de la Memoria La Hoyada (Ayacucho) es un ejemplo de esa voz propia y de la búsqueda de representación desde su propia agencia; en suma, ilustra un proceso de conquista de autonomía. Como ha señalado Reátegui (2012), la centralidad de los derechos de las víctimas en los procesos de justicia transicional implica no solamente ser incluidas o convocadas a participar, sino también que ellas asuman el protagonismo de esa participación.
En ese contexto resulta pertinente preguntarse por la construcción del espacio, que el Gobierno Regional de Ayacucho lleva a cabo desde el 2022. Es importante considerar no solamente los avances de las obras sino sobre todo las dimensiones fundamentales que deben ser contempladas en un lugar de memoria “testigo”, es decir, un lugar que aún contiene restos humanos indispensables para la búsqueda e identificación de personas desaparecidas, así como para los procesos judiciales en curso. Se trata de un lugar abierto para la exploración y el aprendizaje que debe ser pensado desde la elaboración de una narrativa común y fundamentalmente participativa, es decir con la inclusión de los colectivos y de víctimas y familiares, y la convocatoria de actores clave como las organizaciones de derechos humanos, las iglesias, las universidades.
El Santuario: un espacio abierto para la búsqueda y el reconocimiento
Uno de los temas que dejó pendientes el conflicto armado interno fue la respuesta estatal a los crímenes de desaparición forzada, la cual se define como el arresto, la detención, el secuestro o cualquier forma de privación de la libertad que sea obra de agentes del Estado o de personas o grupos que actúan con la autorización, apoyo o aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de la libertad o del ocultamiento del paradero de la persona (ONU 2006). Se considera víctimas de este crimen a aquellos cuyo paradero continúa desconocido o cuyos restos fueron encontrados o que recuperaron su libertad (CVR 2003).
Las prácticas de desaparición de personas se remontan al inicio del conflicto armado interno, pero fueron invisibilizadas durante más de 30 años hasta que organizaciones de derechos humanos y colectivos de víctimas emprendieron un proceso de incidencia para generar una política de estado, dando lugar al mecanismo de búsqueda en el 2016. En la actualidad, se registra 22,295 personas desaparecidas durante el periodo de violencia 1980-2000 .
Pensar el espacio implica buscar que fortalecer la labor del Comité Pro Santuario desde la institucionalidad regional, nacional e internacional y considerar que es un proceso con varias dimensiones como la institucional-política, la museográfica, la pedagógica y la comunicacional. La experiencia de otros lugares de memoria como el LUM, Yuyanapaq o el Yalpana Wasi deja algunas lecciones para pensar desde el inicio en todos los componentes del espacio; ello implica la dimensión pedagógica, entendida como el proceso educativo de relacionamiento con diversos públicos y actores, las estrategias de acceso y mediación, así como las herramientas y materiales que darán cuenta del relato; la dimensión museográfica, es decir las representaciones y los sentidos que contendrá el espacio; la dimensión comunicacional, como un proceso de construcción y gestión del diálogo, identificación y apropiación, y finalmente la divulgación. Al mismo tiempo, en el Ejecutivo se hace necesario pensar el espacio como un proyecto integral que, habiendo sido declarado obra emblemática del Bicentenario, debería vincularse en primer lugar con las instancias estatales involucradas en los procesos de reparaciones y memoria (CMAN), el mecanismo de búsqueda (DGBPD) y la investigación forense (EFE), así como también con los sectores Cultura, Educación y Turismo, por lo menos.
(*) Investigadora senior del IDEHPUCP