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Opinión 3 de octubre de 2014

Las encuestas revelan que existe entre los peruanos una alarmante tolerancia frente la corrupción en el ejercicio de la función pública, al punto que a muchos vecinos les parece razonable votar por candidatos, sin que ello signifique realizar señalamientos personales, de quienes se asegura que roban, “pero hacen obra”. Frente a tal despropósito es necesario decir que pareciera que la política entera en nuestro país se ha degradado. 

Surge así la preocupación de que hayamos caído en un escepticismo radical, que ahoga cualquier atisbo de esperanza en torno a la política como instrumento eficaz para encaminarnos hacia el Bien Común respetando principios elementales de honestidad y justicia. Es probable que esta actitud se origine en una ya antigua desesperanza frente a la posibilidad de que las cosas cambien o ante la idea de que personas preparadas y moralmente probas, desengañadas, no quieran asumir responsabilidades de Estado a nivel local y nacional. Mucha gente ha perdido la fe en los mecanismos de fiscalización y de rendición de cuentas que garanticen buenas prácticas en la gestión pública.  La cultura de la impunidad, establecida en diversos ámbitos de la vida política, parece haber calado  muy hondo y ello ha motivado que, perdida la esperanza, algunos ya se hayan rendido al considerar que las normas de control y la actividad vigilante para evitar la corrupción son, en la práctica, simples enunciados vacíos y comportamientos degradados por esa misma corrupción que se debe combatir. Así aparece entonces para ellos como el mal menor –y por tanto como algo relativamente “bueno”– el “hacer obras” y ser “eficiente” aunque el precio que se pague por ello sea la voluntaria ceguera frente al delito y la deshonestidad.  

Seamos muy claros. No se puede ceder en el combate contra la corrupción; no podemos darnos el lujo de desmoralizarnos frente a la injusticia. La desesperanza y la sensación de impotencia simplemente agravan la crisis moral de la práctica de la política en el Perú. En la medida en que nuestra capacidad de indignación y de resistencia se debilite, se fortalecerán las posibilidades de éxito de aquellos que promueven malas prácticas y violan la ley. La indiferencia alimenta la conducta corrupta. Quien guarda silencio frente al delito debe entender que establece una velada relación de complicidad con quien lo perpetra. De nosotros ciudadanos depende que el círculo vicioso entre corrupción, impunidad y la indolencia moral se quiebre de una vez por todas.

Terminemos señalando que el voto no constituye el único acto ciudadano que cumplimos como sujetos de acción política. Elegir a nuestras autoridades es, ciertamente, una forma de comprometerse con el futuro de la comunidad pero ello no nos exime de cumplir con la obligación moral de participar en la vida pública, supervisando la conducta de nuestros representantes para el ejercicio de la función pública en todos sus niveles. Ellos han de ser responsables ante nosotros de desempeñar la tarea que les hemos delegado con honestidad y eficiencia.