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Opinión 17 de febrero de 2015

El deber de condenar enérgicamente a esa organización no admite dudas. No hay ideología política vigente, menos aún postura moral valedera, que pueda admitir grado alguno de aceptación a esos fines y a esos medios. Salvo por algunos extemporáneos nostálgicos del fascismo (los mismos que celebran el autoritarismo de Putin en Rusia) el Estado Islámico está más allá de lo que podemos aceptar como fenómeno político que halle su validez en la dimensión de la ética social. 

Señalado eso, hay que decir que nuestras lecturas de la realidad son más fecundas cuando al necesario juicio moral le añadimos una cierta conciencia histórica. Saber cómo llegamos a un cierto estado de cosas es un requerimiento de nuestro estar-en-el-mundo de una manera más despierta.

En la interpretación de estos hechos concurren diversas dimensiones. Una de ellas se encuentra vinculada con el carácter de estos liderazgos autoritarios, incluso totalitarios, completamente ajenos a toda noción de democracia  e indiferentes al respeto mínimo que le es debido a la vida y dignidad de las personas. Comprensiblemente, esta dimensión se remite a una pregunta más delicada que es la del vínculo entre cierto tipo de religiosidad –es decir, cierta forma de entender y asumir una fe, una religión– y estas formas verticales e inhumanas de entender y practicar la política.

Y, sin embargo, existe aún otra dimensión que no debe ser olvidada. Se trata de un conjunto de factores que, aunque indirectamente, pueden encontrarse en los orígenes de esta tendencia y que se hacen presentes no como causas directas y mucho menos únicas, pero sí como parte de una trama histórica. Nos referimos a las relaciones entre el occidente moderno, representado para estos efectos por los Estados Unidos, y el medio oriente en general y el mundo islámico en particular. Se trata de un pasado reciente que se puede rastrear hasta la primera guerra del Golfo, en 1990, una confrontación que inauguró una nueva forma de presencia militar foránea en la región que tiene ya 25 años, y que se extiende por tanto a más de una generación. Ese es tiempo suficiente para que tome forma y consistencia una cierta sensación de agravio y consecuentemente surjan  deseos de retaliación en medio de los cuales pueden prosperar los llamados a la violencia. En ese contexto emergen caudillos que ofrecen el desquite deseado, aunque ello, como sabemos bien, haya de traducirse en más opresión, más control férreo y  más autoridad arbitraria contra los propios pueblos a los que se dice representar.

Señalado lo anterior aquello que sucedió hace 25 años de ninguna manera justifica la situación presente, pero nos obliga a una reflexión crítica y, con ella,  a un esfuerzo más exigente para ampliar y dar lucidez a  nuestra imaginación moral e histórica.