Los analistas políticos se hallan comentando cada vez con más frecuencia acerca de la judicialización de la política en el Perú, a la que ven como una tendencia negativa. El fenómeno, por cierto, no es exclusivo de nuestro país. Y hay que decir que él tiene luces y sombras. Pero, para así entenderlo, habría que dilucidar mejor su significado.
En sentido estricto, la “judicialización de la política” designa el proceso por el cual una colectividad busca conquistar en la vía judicial ciertos objetivos que no pudo lograr en las instancias ejecutiva o legislativa: ámbitos donde tradicionalmente se adoptan decisiones públicas. En Estados Unidos, por ejemplo, diversas sentencias de la Corte Suprema, sobre todo aquellas en materia de derechos civiles, son vistas como una ampliación de las fronteras de la política.
Este es pues un caso en el que judicializar la política obedece a la búsqueda y logro de fines de la agenda pública por la vía de las cortes que otorgarían fundamento legal y constitucional a determinadas decisiones.
En el Perú se ha distorsionado el sentido de ese término pues se está designando con él al juzgamiento de autoridades y políticos. Esto es visto por lo general como algo negativo. Pero conviene hacer un discernimiento pues más bien podría haber algo de cínico en esas críticas a la judicialización.
La cuestión es clara: donde hay delito corresponde juzgar. Ahora bien, cuando se cuestiona la acción judicial en las circunstancias actuales, marcadas por la corrupción escandalosa de políticos y funcionarios, ¿cuál es el mensaje? Se sostiene que al procesar a los “políticos” se entorpece el normal funcionamiento de la política y se impide que el libre juego de la democracia produzca equilibrios, acuerdos, soluciones negociadas. Esta es una lectura amoral y antidemocrática, pues supone que la justicia debería inhibirse ante el imperio de la política y que no todos debemos ser iguales ante la ley. ¿Por qué habría de criticarse la acción judicial cuando ella actúa frente a indicios de criminalidad respecto de un político poderoso?
Ciertamente, esto que erróneamente se llama judicialización de la política es cuestionable en dos situaciones. Una es cuando algún actor poderoso utiliza al sistema de justicia para perseguir o neutralizar a sus competidores. El caso paradigmático en nuestra historia reciente es lo ocurrido en el gobierno de Fujimori y Montesinos. Pero ahí resultaría más claro hablar de persecución política. El otro caso es aquel donde la judicialización es usada por los corruptos como pretexto para no rendir cuenta por sus conductas impropias. En el Perú de hoy todo político o funcionario sorprendido en acciones censurables se niega a rendir cuentas si no hay un fallo judicial que lo condene. Aquí, lo judicial funciona como escudo: todo lo que no sea un crimen está permitido en la función pública.
En todo caso, estamos ante tres usos del término que ilustran la degradación moral de nuestra política: deplorar que se procese a los poderosos o manipular la justicia para perseguir al rival o justificar la corrupción amparándose en que no hay una sentencia: son tres lados de un mismo fenómeno nocivo para la vida social. Se yergue ante los peruanos de bien el dejar sentir nuestra voz para, verdaderamente, vivir en una sociedad justa, democrática y respetuosa del Estado de Derecho.