Junín: una memoria perseverante
Hace menos de un año, en junio de 2014, nació el museo de la memoria de Junín, Yalpana Wasi. Considerando la trágica historia de esta región durante el conflicto armado interno, la iniciativa pudo haber parecido enteramente natural. En efecto, resulta lógico y esperable que un pueblo que ha sufrido crímenes contra la humanidad, incluyendo el posible delito de genocidio por parte de Sendero Luminoso, asuma el deber de honrar a sus víctimas y dar reconocimiento a los sobrevivientes. Y en tal línea de comportamiento sería, desde luego, natural que las autoridades concernidas por el bien colectivo promovieran la conmemoración como una forma de aprender y reflexionar sobre las lecciones del pasado y también cultivar valores democráticos y humanitarios. Y sin embargo, aunque esperable, sí fue una iniciativa sorprendente (y bienvenida) la institución de ese museo, pues contrastaba con el completo desinterés de las autoridades peruanas, en general, por ofrecer cualquier muestra de respeto a las víctimas y a sus familiares. En efecto, brindando razón a la Comisión de la Verdad y Reconciliación, que señaló el papel del racismo en el despliegue mortífero de la violencia, las autoridades de todo nivel solo han sabido, hasta el presente, ofrecer burlas e indiferencia a la población rural, andina, indígena que fue la más golpeada por los crímenes de las organizaciones subversivas y del Estado.
Ahora, las nuevas autoridades de Junín han querido, al parecer, unirse a esa indiferencia y a ese desprecio, y en los primeros días de marzo han derogado la ordenanza que daba a Yalpana Wasi el estatuto de Patrimonio Regional. En la práctica, esa decisión es un anuncio de que el local del museo, en el que se invirtió más de 7 millones de soles y que fue concebido como un auténtico centro de dignificación y de aprendizaje colectivo, será dedicado a fines completamente distintos.
Al tomar esta decisión, que constituye una afrenta a las víctimas, las autoridades de la región además no han ahorrado gruesos insultos referidos a quienes promovieron una movilización cívica para salvar el museo y a quienes nos adherimos a ella. Repitiendo las habituales calumnias y críticas absurdas basadas en una irreductible ignorancia, estos consejeros han reeditado el guion seguido por los enemigos de la memoria, y los apologistas de los crímenes de Estado, personajes que aparecieron aún antes de que la Comisión de la Verdad y Reconciliación concluyera su trabajo hace más de once años.
La agresión de las autoridades contra toda iniciativa atravesada de espíritu cívico o de inspiración democrática –tendencia que empezamos a ver también, ahora, en el gobierno municipal de Lima– no debe desalentar a la ciudadanía, sino reafirmarla en sus convicciones. Desde hace ya varios años sabemos que la democracia en el Perú tiene que ser construida por sus ciudadanos, a pesar y a contracorriente de políticos y autoridades. Eso vale también para las tareas de la memoria que implican dignificación y reconocimiento.
Así pues, las oportunidades de llegar a tener alguna vez un país más incluyente y equitativo, una sociedad más humana, residen hoy, más que en el poder público, en el esfuerzo y la persistencia de unas cuantas organizaciones de la sociedad civil. Mientras ellas perseveren, la memoria de las víctimas muertas o desaparecidas y el reconocimiento a familiares y sobrevivientes no serán abandonados del todo y por tanto seguirá, invicta, la esperanza.