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Opinión 21 de octubre de 2013

Recordemos como es una “verdad” aceptada irresponsablemente por vastos sectores de la población la que se encierra en la frase: “No importa que robe con tal de que haga”.  Así pues, muchos peruanos aceptan resignados la realidad y se conforman con situaciones que violentan de manera escandalosa la ética y el justo entendimiento de lo que sea la política. 

De tal suerte se entroniza la falta de fe en la vida social, se mina la esperanza del ciudadano de contar con una sociedad más justa, y el  sentido de impotencia frente a estos males genera un terreno propicio para las aventuras autoritarias. El ciudadano opta por coexistir con la corrupción y con el abuso de poder, considerándolos males inevitables.

Lamentablemente, esta situación cuenta con la condescendencia –quizás, en algunos casos, con la complicidad– de los partidos políticos existentes. Ellos aceptan, y en ocasiones alientan, prácticas deshonestas o apoyan la defensa de sus miembros más controvertidos. En el caso en que los líderes “históricos” sean los que se ven comprometidos en investigaciones parlamentarias y o judiciales, esta defensa puede convertirse en un “blindaje” radical. Esta actitud se debe a una inaceptable tolerancia frente a las malas prácticas, al caudillismo imperante en nuestra arena política, y a la gran debilidad de nuestras organizaciones políticas. Se sabe que nuestros partidos suelen ser frágiles asociaciones electorales conformadas por individuos que buscan acceder a un lugar en el Congreso de la República o tentar un cargo en un eventual gabinete ministerial, ello,  si no aspiran a  ocupar  la Presidencia de la República. La  discusión razonable en torno a conductas y fines  prácticamente no existe, y los partidos políticos carecen,  en la mayoría de los casos,  de una visión general de la sociedad que pueda convertirse en un programa político consistente. Lo político como tal se repliega así ante el avance de los meros intereses de facción.

Es preciso pues, rescatar “lo político” como tal y abrir el debate sobre los asuntos de interés público que involucran a todos los ciudadanos, y no solo a sus representantes elegidos. Se debe presentar y examinar argumentos en torno al bien público o a las normas que rigen la vida social. Urge fiscalizar a las autoridades en torno a su desempeño en la función pública. Participar en esa clase de discusiones y actividades ciudadanas constituye un derecho (y un deber) de quienes conforman una comunidad política en un sentido estricto. Esta idea de praxis política nos remite al juicio de los antiguos atenienses y romanos –y a la perspectiva de Hannah Arendt–, pero alude también al discurso y al ejercicio de los derechos civiles y políticos que evocan movimientos más contemporáneos en torno a la inclusión de todos y de todas en los quehaceres del espacio público, formando o revitalizando partidos políticos, y actuando desde las instituciones sociales.  

No descartemos el peligro permanente de la corrupción y el autoritarismo.  Sabemos bien cómo el poder seduce –y según lo señalaba Lord Acton corrompe–.  Empero está justamente en la esencia de la política entendida en su sentido más noble –como Ética Social– el tomar conciencia de estas patologías que la amenazan para así,  mediante la educación y el respeto de los valores ciudadanos, hacer posible la vigencia de una sociedad igualitaria y orientada hacia el Bien Común.