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Opinión 24 de julio de 2015

Esta situación genera un efecto pernicioso en la opinión pública, pues alimenta en el ciudadano la percepción de que la política es intrínsecamente negativa en términos morales, presuponiendo que la política y la corrupción van inevitablemente de la mano. Se tiende a pensar que la corrupción constituye un elemento común en el ejercicio de la gestión pública y que es ilusorio pensar que las autoridades no se beneficien ilegalmente en el uso del cargo. Se nos invita a pensar que no debemos ser ingenuos cuando se trata de la política y que reconozcamos, incluso, que conductas probas en el político y en el funcionario público serían casos “anormales” dentro de la vida política del país. Y de otra parte se espera que las investigaciones más delicadas no prosperen, puesto que serán rechazados con el argumento de que forman parte de una “conspiración política para demoler candidaturas futuras”.

Un escenario así favorece las expectativas de algunos políticos y agrupaciones asociados en el pasado –por razones y situaciones que todos recordamos claramente– con prácticas corruptas, y más aún con una suerte de “institucionalización” de la corrupción. Este río revuelto alimenta de modo permanente oscuros proyectos políticos. Si todos los que ejercen función pública son igualmente corruptos, entonces la decisión se inclina por la promesa de “eficacia” en la gestión económica y en las luchas contra la inseguridad ciudadana. Quienes proponen las iniciativas más “duras” para resolver este problema –como usar a las Fuerzas Armadas para combatir la delincuencia común: propuesta peligrosa y disparatada– tienen una mayor aceptación entre una buena parte de la población. Y, así, el panorama se torna preocupante.

La creciente “tolerancia” frente a la corrupción como componente “normal” de la política de todos los días resulta pues inquietante. No hace mucho hemos visto cómo un candidato a presidente de un gobierno regional –condenado en el pasado por cambiarse de partido en colusión con Vladimiro Montesinos– gana las elecciones gracias a la promesa –mentirosa– de entregarle periódicamente una suma de dinero a cada familia de la región y, sin mayores objeciones, se le ha permitido ejercer el cargo. Se trata de una circunstancia penosa. Aludir al supuesto “pragmatismo” de los votantes no debería exonerarnos del compromiso de examinar esta situación desde consideraciones que provienen de la moral pública.

La “tolerancia” frente a la corrupción como una variable más del “juego político” daña poderosamente la esperanza de los ciudadanos ante la posibilidad de mejorar la sociedad y fortalecer las instituciones democráticas. Aceptar esta situación degrada la vida política. No tiene sentido pensar que ella sea sólo un asunto de los llamados “políticos profesionales”. El ciudadano ha de recuperar su potestad para actuar y modificar la vida pública. Puede y debe ser un factor de humanización de la política.