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Opinión 16 de septiembre de 2013

Muchos de estos prejuicios y confusiones se despejarían a partir de una lectura más o menos detenida del texto. Uno de los equívocos más graves involucra el concepto de verdad. Se acusa absurdamente a la CVR de esforzarse por “monopolizar la verdad”. La comisión asumió con absoluta seriedad la tarea, encomendada por el gobierno de transición, de reconstruir la memoria histórica del conflicto, establecer responsabilidades entre los actores y formular recomendaciones y reformas institucionales para evitar que esta tragedia se repita en el futuro. Asimismo, se propuso considerar rigurosamente los conceptos y argumentos en los que sustentaba su misión, esclarecer un complejo proceso de violencia en el horizonte abierto desde la cultura de los derechos humanos y la afirmación de  políticas democráticas. La verdad que la CVR alude no a meros “eventos naturales”; nos remite más bien a la trama de conductas humanas, y por tanto a hechos que se reclaman del entendimiento y la voluntad de los actores. Acciones que pueden por tanto ser evaluadas y sancionadas en la perspectiva de la moral, el derecho y la política.

En su Introducción, el Informe Final de la CVR se refiere a la verdad como el “relato fidedigno, éticamente articulado, científicamente respaldado, contrastado intersubjetivamente, hilvanado en términos narrativos, afectivamente concernido y perfectible, sobre lo ocurrido en el país en los veinte años considerados por su mandato” (Tomo I, p. 56). Para la elaboración de este relato recabó el testimonio de cerca de diecisiete mil ciudadanos, otorgándole un lugar prioritario a la palabra de las víctimas. Se trata de una investigación interdisciplinaria en torno al conflicto armado, basada en el trabajo con evidencias y el contraste de interpretaciones y testimonios de quienes vivieron y sufrieron este conflicto. La CVR no se planteó cerrar el debate sobre la memoria histórica de este proceso, todo lo contrario, puso su Informe a consideración de las instituciones del Estado y de la sociedad organizada para propiciar una discusión rigurosa y honesta en torno a aquello que debemos recordar y no repetir. Es preciso destacar que, desde los antiguos griegos, “verdad” (alétheia) invoca el imperativo de no olvidar aquello que conocemos y que resulta imprescindible para discernir y llevar una existencia equilibrada y razonable en el mundo de los asuntos humanos. La verdad se plantea  así  en estrecha conexión con las exigencias de la justicia.

Esclarecer y someter a discusión la verdad respecto de un proceso histórico doloroso constituye una tarea sumamente difícil –que convoca a todos los ciudadanos– y que requiere coraje y solidaridad. Lamentablemente, nuestra clase política no ha estado a la altura de estas exigencias. No sólo no propició un diálogo fructífero sobre la memoria –discutiendo el Informe Final y otros documentos sobre el tema–, sino que bloqueó la posibilidad de llevar ese diálogo a la escuela peruana y a otros espacios de formación. Las políticas públicas asociadas a la judicialización de los casos y la reparación de las víctimas han encontrado asimismo severos obstáculos en la voluntad de nuestras “élites”. Incluso el proyecto de edificación de un lugar de la memoria ha tenido que enfrentar serias resistencias en un sector importante de las organizaciones políticas y los medios de prensa. Como en los dramas clásicos, se ha preferido mirar hacia otro lado y no asumir el reto de enfrentar los hechos y tomar medidas conducentes a promover la acción de la justicia en el marco del estricto respeto de los derechos humanos.

La República