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Opinión 5 de abril de 2022

Escribe: Walter Albán (*)

Siendo la Constitución de 1993, sin duda, producto del quiebre constitucional producido el 5 de abril de 1992, no comparto la tan difundida apreciación de que todo su contenido es deleznable de origen y que, en consecuencia, debemos orientarnos a un proceso que nos permita contar con una nueva Carta política que sustituya la ahora vigente, afectada por un origen espurio y su contenido marcadamente autoritario.

En efecto, un análisis más detenido de la actual Constitución demanda considerar algunos aspectos relevantes de su proceso de elaboración y aprobación; esta última, como cabe recordar, pasó por un referéndum que posibilitó su puesta en vigencia, pero obligando antes al gobierno de Alberto Fujimori a desplegar al máximo los recursos del poder para, finalmente, lograr ese objetivo por un estrecho margen.

Al inicio de ese proceso, quedó claro que el propósito central del régimen autoritario instalado a partir del golpe de Estado, era el de abrir el camino a una reelección presidencial que la Constitución de 1979 no permitía de manera inmediata, acompañando desde luego este cambio, prioritario para el régimen, por otras reformas que acentuaran la entonces novedosa opción neoliberal abrazada por Fujimori y que le permitió sellar su alianza con los sectores empresariales más poderosos del país.

Pero alcanzar esos propósitos demandaba ceder en otros aspectos que, sin poner en riesgo el proyecto político en curso, suponían acoger iniciativas promovidas desde años atrás por sectores progresistas y democráticos. Ese fue, por ejemplo, el caso del nuevo diseño del sistema judicial que desde entonces reconoció plena y exclusiva competencia para el nombramiento de jueces y fiscales al Consejo Nacional de la Magistratura, excluyendo la injerencia política anteriormente determinante en estas designaciones. Pero también habría que comprender aquí otros avances, como la creación de la Academia de la Magistratura, la Defensoría del Pueblo, la elección popular de los Jueces de Paz o el reconocimiento de la jurisdicción campesina y nativa, así como la decidida opción por un Tribunal Constitucional investido de la máxima autoridad de control en esta materia.

«Se trata, en consecuencia, de avanzar decididamente en un debate que permita contrastar las diferencias sustantivas en estas materias, que hoy constituyen la más seria traba para alcanzar una sociedad más estructurada, sobre la base de relaciones equitativas y con una justa distribución de ingresos.»

De otro lado, algunos de los aspectos orientados en una dirección contraria, como el relacionado a los derechos fundamentales bajo una concepción restrictiva y ajena a la indivisibilidad de los mismos, o la intención de reducir el rango normativo de los tratados en materia de derechos humanos, quedaron finalmente de lado gracias a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, que se encargó de devolverlos a su justo contenido y alcances interpretándolos en función los principios propios del constitucionalismo contemporáneo como los de unidad, concordancia práctica, corrección funcional, función integradora, o los de fuerza normativa y pro homine, entre otros.

No podemos soslayar, sin embargo, los serios límites que supone para el desarrollo de un proyecto socialmente más inclusivo, un régimen económico como el adoptado por la Carta de 1993, cuyo diseño contradice incluso el enunciado de promover una economía social de mercado. Por lo demás, es este régimen el que ha gatillado las mayores resistencias para avanzar en una necesaria reforma constitucional, que aborde no solamente este modelo sino cuestiones tales como el retorno a la bicameralidad o las relaciones entre los poderes legislativo y ejecutivo.

Se trata, en consecuencia, de avanzar decididamente en un debate que permita contrastar las diferencias sustantivas en estas materias, que hoy constituyen la más seria traba para alcanzar una sociedad más estructurada, sobre la base de relaciones equitativas y con una justa distribución de ingresos. Es este el debate que no cabe seguir postergando y que debe posibilitarnos construir los consensos pendientes entre peruanos y peruanas, por ahora inmersos en una tensión creciente y con una marcada tendencia a la polarización.

Desde luego, lo anterior no implica rechazar necesariamente la idea de la convocatoria a una asamblea constituyente, pero ésta, para el logro de metas como las señaladas, no puede derivar de la imposición, por muy amplio que sea su respaldo. Esa oportunidad dependerá en buena medida de factores de diferente naturaleza, que cristalicen esa opción como una salida de consenso. De ser el caso, el desarrollo de un debate previo como el propuesto resultaría decisivo para el desenlace exitoso de un proceso político de tanta trascendencia.

(*) Profesor principal y exdecano de la facultad de Derecho de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Exdefensor del pueblo y parte de la Asamblea de miembros del IDEHPUCP.