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Opinión 26 de noviembre de 2013

La última semana nos ha ofrecido una penosa demostración de la perversa trivialidad en la que se desenvuelve nuestra vida política. Me refiero a la reciente crisis de gobierno que ha llevado a cambios ministeriales y a la salida de cuestionables personajes del entorno presidencial. Como es ampliamente sabido, el detonador de estos hechos fue la denuncia pública sobre la protección policial ofrecida a un conocido peón de Vladimiro Montesinos, el principal cómplice de Alberto Fujimori en la red de corrupción que caracterizó al gobierno de este último.

No es necesario que nos explayemos en la exposición de las intrincadas conexiones que demuestran la existencia de esta oscura trama de relaciones en el seno del gobierno. Esos vínculos han sido explicados detalladamente por la prensa durante esta semana. Interesa más señalar cómo es que este hecho criticable y grave, que no ha sido todavía adecuadamente respondido por el gobierno, es representativo de una tendencia o de una cierta forma general de conducir los asuntos públicos.

En primer lugar, mirando retrospectivamente, hay que reconocer que estos hechos no surgen de manera enteramente sorpresiva ni como un episodio completamente inaudito. Antes bien, forman parte de un estilo de gobierno que ya ha sido señalado muchas veces y que se basa en un manejo extrainstitucional de la cosa pública. Nos hemos acostumbrado a que los gobernantes de turno desempeñen sus mandatos a partir de turbios lazos con allegados y sosteniendo una red de compromisos opaca, furtiva, siempre sustraída a la explicación abierta al público. En gran medida eso está vinculado con la carencia de partidos políticos genuinamente merecedores de ese nombre. En vez de ellos, tenemos pequeños clubes constituidos muchas veces por personas improvisadas y centrados en enorme medida en intereses particulares. En gobiernos pasados hemos oído a más de un congresista explicar sin rubor que, cuando se accede a un cargo público, una autoridad tiene derecho a recuperar la inversión económica que realizó para ser elegida: el dinero y otros recursos no monetarios ofrecidos al líder y al grupo político a cambio de ser incluidos en una posición ventajosa en la lista de postulantes al Congreso.

Estamos, pues, ante una invasión de la vida política por un criterio de beneficio privado, lo cual se eslabona, a su vez, con un asunto tanto o más perturbador, y al que no cabe mirar con indiferencia: la subsistencia de las redes de compromisos, influencias, injerencias y pactos constituidos en la década de 1990 por Fujimori y Montesinos para llevar adelante un manejo ostensiblemente ilícito de la cosa pública. Tres gobiernos, contando al presente, han existido desde entonces, sin que el país consiga liberarse del todo de la perniciosa presencia de esa red. (Aderall) Por el contrario, lo que vemos cotidianamente es una injustificable disposición de grupos políticos supuestamente democráticos a cortejar al fujimorismo o al montesinismo a la luz pública o en las sombras y a concederle espacios que le permitan seguir pervirtiendo nuestras instituciones.

Mientras nuestra vida política se ve así reducida y desnaturalizada, las grandes decisiones y acciones, aquellas que realmente tienen relación con las necesidades de los peruanos, siguen postergadas o paralizadas. El combate a la pobreza, al hambre, a la exclusión, la transformación de nuestro sistema educativo, la regeneración de nuestras universidades, el fortalecimiento de nuestras instituciones, las reparaciones a las víctimas de la violencia y muchos graves asuntos más no reciben la atención urgente que requieren y ni siquiera son temas visibles en la discusión pública entre quienes se desempeñan en el ámbito de la política.

Las democracias no se legitiman solamente por el cumplimiento de las reglas de juego electoral sino también, en importante medida, por su capacidad para tomar en cuenta las grandes demandas y expectativas del pueblo, aunque estas no siempre puedan quedar satisfechas. Pero cuando esas necesidades no solo están insatisfechas sino que además son ignoradas por un juego político pequeño y mezquino, los autoritarismos encuentran las puertas abiertas. Eso lo sabemos bien los peruanos, pero nuestro estamento político parece ser impermeable a las lecciones de la historia.