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Opinión 5 de enero de 2018

El término “reconciliación” es uno de los más recurrentes y de los más tergiversados en sociedades que emergen de situaciones de violencia armada o de autoritarismo en las que se han producido masivas y atroces violaciones de derechos humanos. Con frecuencia, el término se convierte en santo y seña de los actores armados y de los poderosos para sellar pactos de impunidad con total prescindencia de los derechos de las víctimas.

Peor aún, es un término que, cuando es así utilizado, pone sobre las espaldas de las víctimas la obligación de sacrificar sus derechos y de aceptar el menoscabo de su dignidad en aras de ciertas acepciones cínicas de paz, estabilidad o concordia nacional.

Todo parece indicar que en nuestro país las autoridades están actualizando ese uso insincero e inmoral del término como ardid para legitimar la transacción furtiva que celebra el fujimorismo. Como sabemos, todo parece indicar que el Gobierno ha otorgado libertad a Alberto Fujimori a cambio de que no se apruebe por el Congreso la declaración de vacancia de la Presidencia. Ello que ya es, en sí mismo, bastante censurable, resulta agravado si para “legitimar” esa maniobra se recurra al mensaje moral de la reconciliación. Y ello es así, pues implica ahondar en la degradación de nuestro lenguaje público e intensificar el agravio a víctimas a las que pareciera nunca se las ha tomado en cuenta.

La noción de reconciliación es, desde luego, compleja y está abierta a diversas definiciones. Pero si nos queremos mantener dentro de los límites de lo moralmente defendible, la reconciliación nunca podrá significar un pacto de convivencia entre poderosos a expensas de las víctimas. Y eso es precisamente lo que estaría haciendo el Gobierno, el cual, convirtiendo en más penosa la situación, ha declarado realizará el ominoso gesto de asignar, una irrisoria cantidad de dinero paras las víctimas (¿cómo forma de comprar su aquiescencia o su silencio?).

La reconciliación, en el caso del Perú, si es que ella ahora tiene sentido, solo puede ser entendida como una restauración de los lazos que unen a los ciudadanos y a estos con su Estado. Se trata de repensar la convivencia entre la gente y no de escenificar un territorio de convivencia cómoda entre las élites políticas. La reconciliación, como horizonte público, tampoco puede ser definida como una relación de acercamiento (arrepentimiento y perdón) entre verdugo y víctima, pues esto solo cabe en la esfera de lo privado. Ninguna víctima puede ser obligada a perdonar ni mucho menos cabe que, desde la perspectiva de la moral, un presidente perdone en nombre de ella.

La reconciliación tiene sentido como una experiencia de Justicia, Verdad y Reconocimiento. En la práctica debería consistir en una reforma de nuestras instituciones de manera que todos los ciudadanos puedan tener acceso a esos bienes públicos básicos, elementales, que son el derecho a ser reconocidos, el respeto y la igualdad ante la ley. Combatir el racismo, la discriminación socioeconómica o de género, la exclusión, la legitimación de la violencia en nuestra vida cotidiana: esas son las metas que dan sentido a la reconciliación. Ella no consiste en absoluto en dar impunidad para que así los poderosos se entiendan entre sí.