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Opinión 12 de julio de 2017

El Congreso se dedicó a la reflexión sobre los conflictos y la comunicación entre las culturas en un tiempo de postsecularización. Expliquémoslo: nuestro mundo vive un proceso de retorno de la religión –tanto en su versión autorreflexiva como en la cuestionable versión fundamentalista–; luego de una época en la que las sociedades modernas habían intentado confinar la reflexión y la práctica de las religiones a la esfera privada.

La separación liberal entre el Estado y las comunidades religiosas no implica que la fe se convierta en un mero asunto privado; el lugar de las iglesias está en la sociedad organizada y las grandes religiones han cultivado importantes reflexiones sobre la justicia y el valor intrínseco de lo humano. Ahora bien, lo que hay que determinar son las condiciones que  debe cumplir el diálogo interreligioso en un Estado democrático-liberal.

Hoy diferentes culturas exponen diversas formas de saber que orientan constelaciones de prácticas sociales y formas de vida compartidas. El sistema democrático-liberal –organizado en torno a la cultura de derechos humanos– propone su propio espacio institucional para el encuentro dialógico. En la versión del liberalismo político –las llamadas “doctrinas comprensivas”– coexisten en un marco público de “pluralismo razonable”, es decir en la medida en que cada una de ellas reconozca el derecho a existir y a florecer de las demás, renunciando a la aspiración a convertirse en el único sistema de creencias admitido y practicado en la sociedad. Cada una reconoce los límites de sus pretensiones. El Estado liberal se esfuerza por dispensar un trato igualitario a cada uno de los individuos, con independencia del sistema de creencias y valores que suscriba cada uno en cuanto respete la ley. Esta forma de entender la convivencia social es regulada por el principio de tolerancia.

Comprender la riqueza de la diversidad humana no es tarea fácil. El mito fundacional de la cultura judeocristiana respecto del pluralismo se ofrece en la narración de Babel. Ella destaca los modos en los que podemos interpretar el hecho de la diversidad de formas de expresión que constituyen la condición humana. La pluralidad de lenguas ha sido asociada a la desmesura de las pretensiones de los hombres, su anhelo de autosuficiencia y sus ilusiones de poder. Babel intenta explicar los orígenes de la diversidad humana. Hay quienes insisten en concebir la diversidad de lenguas y culturas como un castigo divino; otros comprenden esta pluralidad  más bien como una bendición, como un premio: evoca la capacidad humana de expresar libremente de manera distinta y esclarecedora el fondo de las cosas.

Esta conexión significativa entre diversidad cultural y libertad se vincula con la idea según la cual la pluralidad de formas de expresión hace explícitas nuevas posibilidades de sentido para la experiencia y el pensamiento mediados por el lenguaje y por la historia. En el fondo se trata, finalmente, de afinar nuestras identidades a partir de una esencial igualdad humana, la que, paradójicamente, consagra el derecho a la diversidad.