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Opinión 27 de julio de 2020

Escribe: Salomón Lerner Febres (*)

Nos encontramos exactamente a un año de conmemorar el bicentenario del nacimiento del Perú como república independiente. No se puede decir, lamentablemente, que en esos dos siglos hayamos constituido una sociedad humanamente acogedora o, en términos políticos, una democracia. Enfrentamos una enorme diversidad de injusticias, de falencias materiales, de vulneraciones a los derechos de todos. Y un aspecto especialmente inquietante de esta realidad es que, al parecer, hemos dejado de preguntarnos y de reflexionar críticamente, creativamente, sobre el camino recorrido y sobre las metas por alcanzar. El Perú cumple estos dos siglos de vida independiente experimentando un profundo divorcio entre la vida pública –y, en particular, la política—y el mundo de las ideas, del pensamiento. Es necesario, por ello, preguntarse cuál es el papel que deberían cumplir los intelectuales en el nuevo siglo de vida que iniciaremos pronto.

Históricamente, en el Perú se ha asignado a los intelectuales la misión de esclarecer el sentido de un proyecto nacional. Hasta hace poco el nombre de ese proyecto era “democracia”. Y quizá lo sigue siendo, pero hoy resurgen (no solo en el Perú) voces que postulan sin escrúpulos la negación de derechos, que reivindican el racismo y la marginación, que reclaman subordinar el Estado a las iglesias, y que hablan de democracia solo para distorsionar su sentido. Por otro lado, las ideas de democracia y desarrollo han sufrido una corrupción por la cual la democracia es entendida como el ejercicio arbitrario de los cargos obtenidos mediante votos y el desarrollo se ha convertido para las elites gobernantes y empresariales en preservación de los equilibrios macroeconómicos y en la generación de empleos en condiciones premodernas de explotación.

Por eso, defender desde el mundo intelectual una noción de democracia con contenido crítico, equitativo, incluyente constituye una urgencia renovada. El papel de los intelectuales vuelve a ser el de propulsores de una idea. Pero esta no será, ya, esa idea minuciosamente normativa, repleta de contenidos y determinaciones, de los pensadores de los siglos XIX y XX, propia de una época de mayor autoconfianza y de una menor sensibilidad a las diferencias culturales del país. La tarea de hoy es más general: restaurar la imaginación política en el país; es decir, proponer una autocomprensión del Perú en la que la discusión sobre los fines vuelva a tener sentido, y donde la deliberación ideológica organizada anteceda a la toma de decisiones que afectan a la mayoría de la población, decisiones que hoy se imponen como si fueran leyes de la naturaleza en lugar de lo que verdaderamente son: visiones del mundo, prejuicios e intereses de un grupo social en particular.

«La idea del papel del Estado, las nociones sobre las decisiones públicas en materia económica, la comprensión de lo que ha de ser el empleo, todo ello y mucho más ha quedado subordinado en los últimos tiempos a un ideal de rentabilidad privada con mínima redistribución, cuyos promotores – políticos, líderes empresariales, tecnócratas, periodistas con aspiraciones de tecnócratas – ya ni siquiera se dan el trabajo de disfrazar como metas de interés público.»

Es necesario mencionar otro terreno en donde aparecen condensados todos los dilemas políticos y morales que el Perú debe reconocer y afrontar al iniciar otro siglo de vida: la historia de la violencia y, junto con ello, la voluntad de las elites políticas y económicas de ignorar esa historia y de seguir gobernándonos como si ella no hubiera tenido lugar; como si la única verdad posible fuera la que esas elites postulan, a saber: que una vez hubo un movimiento subversivo salido de la nada que amenazó la secular concordia y bienestar de los peruanos, frente a lo cual el Estado, en defensa de ese orden ejemplar, tuvo inevitablemente que imponer la paz a sangre y fuego, desconociendo los derechos de los peruanos, matándolos y torturándolos por su propio bien, tras lo cual, ahora, sólo cabe voltear la página y seguir nuestro camino.

Ese relato fue desautorizado por el informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, que se propuso restaurar la verdad y mediante ella reactivar nuestra imaginación moral y política sobre nuestra memoria colectiva. Y, sin embargo, esa verdad está lejos de haber ganado la batalla contra la memoria autoritaria, injusta, excluyente y racista que prefieren las elites del país.

Hay ahí, por tanto, un campo en el cual los intelectuales peruanos tienen una tarea. Pero no es tarea solamente de los que elaboran ideas e interpretaciones del país, sino también quienes trabajan con esas ideas y con el lenguaje público, especialmente periodistas y educadores. Pero es en estos ámbitos donde hoy en día existen menos motivos para el optimismo, ya sea porque el periodismo – incluso, en ocasiones, el que se concibe más serio y cuidadoso – se aferra a la lógica del escándalo y la superficialidad, ya sea por el desinterés del Estado en incorporar los mensajes de ese relato verídico sobre la violencia – lecciones cívicas y morales, de compasión humana y respeto ciudadano – en la formación de los maestros y por tanto en la de los niños y jóvenes del país.

Ahora bien, el problema de la violencia y la cuestión de la democracia no son las únicas ventanas para observar el problema que planteo, es decir, a la cancelación de la imaginación política en el país. Lo es, también, el problema del desarrollo o, más específicamente, la manera como esa idea se ha reducido y desfigurado. En efecto, la idea del papel del Estado, las nociones sobre las decisiones públicas en materia económica, la comprensión de lo que ha de ser el empleo, todo ello y mucho más ha quedado subordinado en los últimos tiempos a un ideal de rentabilidad privada con mínima redistribución, cuyos promotores – políticos, líderes empresariales, tecnócratas, periodistas con aspiraciones de tecnócratas – ya ni siquiera se dan el trabajo de disfrazar como metas de interés público.

En ciertos casos, cuando se quiere dar cierta dignidad intelectual a esas ideas impuestas sin discusión, se las presenta como propias del liberalismo. Ellas son, sin embargo, una deformación y una caricatura del liberalismo, así como lo son del desarrollo. El liberalismo constituye una tradición intelectual cuyos orígenes se confunden con los de los derechos ciudadanos y políticos y cuya historia está asociada a la defensa de los más débiles, a la protección de las minorías y al repudio de toda forma de privilegios heredados y de abusos de las posiciones de dominio tanto económico como político.

Esta desfiguración del liberalismo en el Perú es deplorable, pues se podría decir, justamente, que para la restauración de la imaginación política en el país se precisa, entre varios elementos, una verdadera intelectualidad liberal, que ayude a las otras tradiciones a rescatar el universo mental de la modernidad.

«En la historia del Perú, e incluso muy recientemente, ha habido intelectuales contentos con ser corifeos del poder político y para avalar incluso sus crímenes más terribles y sus estafas más descaradas.»

Se podría sostener que nuestro mundo actual de privilegios inmoderados y de exclusiones terribles, de desprecio de la ley salvo cuando se la puede invocar en beneficio propio, de impunidad para atroces violaciones de derechos humanos, de incomprensión de la democracia como un sistema para limitación del poder, implica una forma arcaica de ver el mundo.

Frente a ella, la restauración de una idea moderna del Perú – y en tanto moderna, respetuosa de las diferencias – aparece como una tarea del quehacer intelectual. Pensar sobre la modernidad peruana sigue siendo una ocupación urgente, sobre todo en relación con los temas que he mencionado antes: cómo asumir y enfrentar el legado de la violencia; cómo, a partir de las amargas lecciones que ella nos ha dejado podemos imaginar una verdadera vida democrática y cómo emancipar nuestra idea del desarrollo de parámetros economicistas reductores y liberarla de la camisa de fuerza tecnocrática en que hoy está atrapada.

Para abordar esas tareas es necesario recuperar el papel del intelectual como mala conciencia de su época, según quería Sócrates, es decir, como permanente fiscal de los poderes establecidos e impugnador de las ideas recibidas. No es, ciertamente, la única forma como los intelectuales asumen su papel. Sabemos bien que, en la historia del Perú, e incluso muy recientemente, ha habido intelectuales contentos con ser corifeos del poder político y para avalar incluso sus crímenes más terribles y sus estafas más descaradas. Sin embargo, esta identificación del intelectual como aquel que vive en libertad y por ello práctica cotidianamente la critica es la única que puede servir para llevar adelante esa restauración de la política que he mencionado. Restaurar la política significa recuperar la reflexión y la discusión sobre la validez de los fines y la licitud de los medios. Y el Perú bicentenario solo recuperará el rumbo cuando recupere esa discusión.

(*) Rector emérito de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) /  Presidente emérito del IDEHPUCP